Ciertamente no fueron pocos los que notaron esa noche que el aire gélido bajaba desde las montañas. No hubo casa en la cual no se echara cerrojo a las puertas y ventana en la cual se asomara nadie.
Mr. Lobo abandonó la tranquilidad de la finca y se frotó las manos dentro de su automóvil mientras el chofer viraba hacia la derecha para tomar la ruta más corta al casino donde era esperado con ansia. Las calles nunca habían estado tan sucias, el ventarrón alzaba a su paso remolinos de basura que tropezaban con postes viejos y monumentos derruidos haciendo un ruido estrepitoso que por momentos superaba el golpe de las olas a la orilla del malecón.
La ventanilla trasera se empañaba del vaho que dejaba aquel hombre con la cara pegada al reflejo de una ciudad de calles vacías; la isla había dejado de ser la misma después de los rumores y luego cuando fue lo del toque de queda y se cerró el puerto se acabaron las noches de fiesta y jolgorio y las principales avenidas fueron tomadas por un húmedo silencio que hoy parecía congelarse porque bajaba un aire frío que calaba los huesos y eso era extraño porque bajaba del lado norte, justo donde se encontraba la plantación, y eso después de que la zafra hubo de interrumpirse, sólo podía ser un presagio.
El Sunrise Casino se alzaba imponente con sus grandes letreros parpadeando en rojo, la música de los salones podía oírse desde afuera y cualquiera que hubiera entrado no imaginaría que el resto de la ciudad se hallaba muerta, que las calles estaban silenciosas y que el viento que calaba los huesos bajaba con fuerza desde la montaña. Mr. Lobo no se extrañó de encontrar el casino hasta el tope. En el Sunrise la noche de los viernes se dedicaba a la burguesía azucarera, Lobo pensó en cómo en tan poco tiempo aquellas familias poseedoras de grandes tierras habían convertido en un gran negocio la producción de azúcar, para luego transformarse en banqueros, hoteleros e industriales que eran dueños de la mitad del dinero que circulaba en la isla, porque la otra mitad era de los extranjeros que iban y venían en la temporada de zafra a vacacionar y a cerrar millonarios tratos.
Adentro del Sunrise existía un código no escrito al que todos se ceñían estrictamente. En aquel recinto no se permitían las exclamaciones alarmistas, ni mencionar la existencia del periódico de la mañana que anunciaba con grandes titulares la muerte violenta de dos de los más grandes industriales de la isla y el anuncio del cierre de toda actividad en el puerto. Todos sabían que los rebeldes estaban cerca, por la madrugada, si se aguzaba el oído, era posible escuchar el trote cansado de algún batallón enfilando su paso rumbo a las montañas, de vez en cuando llegaba el rumor de que las fincas de los alrededores eran quemadas y que familias enteras eran masacradas cada noche, pero se pensaba que muy pronto la situación sería controlada y que la ciudad volvería a ser la de siempre, próspera y luminosa como se mostraba el casino esa misma noche.
El rostro de Carlos Mendoza no pudo disimular un gesto de alegría al mirar a Mr.Lobo vestido de etiqueta a las puertas de su casino. Desde el anuncio del toque la concurrencia había bajado y era necesario que personalidades como Lobo acudieran cada noche a derrochar parte de su fortuna. Julio Lobo, prominente industrial azucarero, hombre influyente con relaciones en los más altos círculos de la isla, era de los clientes más asiduos al casino. Cada vez que salía de jugar, gustaba de acercarse a cualquiera de los testigos de su mala suerte y murmurar sonriendo aquel dicho tan viejo que dice algo así como "afortunado en el juego...", pero nadie lo creía porque Mr. Lobo vivía solo desde hace treinta años y nadie jamás supo que alguien lo acompañara en la soledad de su finca o tan siquiera compartiera el lecho con él. Mendoza lo admiraba porque las cantidades que gastaba en el juego eran en verdad considerables, pero a la vez no dejaba de sentir lástima por el pobre vejete que acudía puntualmente a la cita de los viernes para salir siempre de madrugada con los hombros caídos y las manos apretadas, sudorosas y cansadas de perder todo cuanto tocaban.
Como cada noche, Mr. Lobo esperó a ser recibido por Mendoza que se esforzaba por mostrarse amable con él.
Antes de entrar al casino volteó hacia arriba y un recuerdo de sangre cubrió sus ojos, la piel se le lleno de granitos, se extrañó nuevamente del viento helado y pensó que la luna se veía muy grande y roja, tal como sucede en los grandes acontecimientos. Para un hombre supersticioso como Lobo, la primera reacción hubiera sido dar media vuelta y escapar, por un momento estuvo tentado de subir al coche y pedir al chofer que arrancara, pero recordó las veces en que seguía al pie sus impulsos y la manera en que se encadenaban los hechos, como cuando decidía apostar a tal o cual número o cambiar una carta que parece brillar más que la otra, o como esa mañana cuando descargó su furia con el capataz de la finca. Luego, la forma en que desembocaba cada decisión tomada asaltó su cabeza: una ruleta girando hasta caer lejos en otro color, cartas de diferente palo frente al póker de ases del adversario, la mirada de un niño negro que lo odia y que no puede dejar de reír. Mr. Lobo imaginó que del otro lado, la suerte se quedaba siempre esperando a que tomara la dirección correcta, así que se frotó los brazos, miró de nuevo a la luna y le pidió al chofer que esperara en la puerta, después saludo a Mendoza con un apretón de manos tan fuerte que le arrancó un quejido seguido de una invitación para pasar al privado donde siempre jugaba y donde la suerte -pensaba él- lo esperaba despierta toda la noche.
Recorrieron con rapidez el enorme salón donde se encontraban las mesas de juego, pudo reconocer a varios de sus clientes y competidores paseando por entre las mesas, sin embargo siguió de largo sin detenerse a cruzar palabra alguna; únicamente se detuvo cuando a orillas del bar distinguió al general Santibañez con su traje militar haciendo señas de querer comunicarle algo, ambos intercambiaron un saludo y Mr. Lobo recordó que tenía que hablar con él para tratar el asunto de lo sucedido hoy en la finca, pero Mendoza se había adelantado bastante y la impaciencia por jugar le quemaba las manos, así que postergó la plática para después dejando a Santibáñez con el gesto de preocupación en los labios y abandonó apresurado la sala avanzando por el largo pasillo que conducía al privado donde siempre jugaba; éste se encontraba custodiado por dos negros corpulentos y al entrar uno podía sentirse tranquilo frente a la pequeña mesa cuadrada cubierta con paño verde, iluminada siempre por una lámpara que colgaba justo en el centro invitando a la concentración, a esa tranquilidad de sentarse seguro y barajar los naipes con calma antes de empezar el juego.
Mendoza se sentó frente a él, buscó entre su traje y sacó de su bolsillo una pequeña caja de madera, la abrió y ofreció a Mr. Lobo uno de sus puros. La habitación se fue cubriendo lentamente de un humo tan denso que apenas dejaba ver los rasgos de los contrincantes. Las cartas no dejaban de ir y venir sobre la mesa. La costumbre entre ellos era calentar las manos durante casi toda la noche, Mendoza acostumbraba envolver a Lobo con sus conversaciones sobre de política, hablaba de la última visita de los inversionistas gringos o de la forma en que se comportaba el actual régimen, luego perdía unas cuantas manos hasta que lograba envalentonar a Mr. Lobo que con media botella de ron encima pedía las fichas y apostaba todo a un solo juego. Sobra decir que minutos después Mendoza lo acompañaba a la puerta y lo despedía sonriente, no sin antes invitarlo nuevamente con el gesto amable de todos los viernes.
En esta ocasión el rito se llevó a cabo de igual forma, los dos adversarios jugaban amistosamente postergando el momento en que habría de jugarse todo a una mano, sólo que Mendoza se encontraba demasiado nervioso y a ratos salía dejando a la mitad el juego, y cuando regresaba casi no hablaba mientras se repartían los naipes y Julio Lobo fumaba sin dejar de pensar un instante que el momento de ganar había llegado. Cuando Mendoza regresó por tercera vez, dejo su puro sobre la mesa y con la voz cascada preguntó a quemarropa.
-¿Ha escuchado el rumor de que están cerca?
Las palabras de Mendoza le recordaron que aún debía hablar con Santibañez. Mr.Lobo se mordió la lengua y antes de responder, volvió al silencio de esa mañana cuando golpeó al capataz que se negó a trabajar, pudo oír de nuevo los chasquidos de la vara descarnando la espalda morena y luego la imagen del niño negro que lo miraba descargar su furia contra el cuerpo de su padre, sintió de nuevo el peso de su mirada y el odio de esa sonrisa que lo hizo parar en seco, porque la risa era de todos, porque ninguno de los que presenciaban el hecho se veía ahora indefenso, porque el mismo capataz sonreía cuando la vara cortaba el aire para salpicar de sangre la hierba. Nadie se movió cuando entró a la finca, pero el anuncio estaba hecho, no se iba a volver a cortar caña en sus tierras jamás. Lobo respiró profundamente.
-Nadie lo sabe - dijo después de sacar un pañuelo y secar el sudor que le empezaba a cubrir la frente.
-¿Supo usted de Julio Moreno? -insistió Mendoza.
-Nos están asesinando esos hijos de puta -fue su única respuesta. A Lobo le desagradaba el tono de la plática, durante toda la noche había sentido que por una vez en su vida le había sacado una vuelta al destino, primero al rehusarse a salir corriendo a las puertas del Sunrise, luego, cuando evitó a Santibañez para irse directo al juego y más tarde las señales de impaciencia con que Mendoza le confirmaba que su suerte en el casino estaba por cambiar. Por eso el comentario de Mendoza le cayó como un lastre del que había que desprenderse pronto, así que antes de que siguiera le pidió todo el crédito posible y un paquete nuevo de cartas para empezar el juego, la batalla final de la noche.
Mendoza sacó de su bolsillo un paquete de cartas que Lobo examinó con mucho cuidado. En otra circunstancia, Carlos Mendoza se hubiera ofendido por tal gesto de desconfianza, pero el juego de hoy era importante, el crédito total de Mr. Lobo incluía la finca, los ingenios y otros negocios más o menos lucrativos en la isla, alguno de los dos saldría del casino arruinado, el otro se convertiría en uno de los hombres más envidiados de la región.
Mendoza repartió primero. Las cartas danzaban sobre la mesa mientras Mr. Lobo encendía su puro y el humo comenzaba a preparar el ambiente para la contienda.
-Me quedo con mi juego -fue la primera frase de Mendoza.
Mr. Lobo intercambió sus cartas y comentó:
-Aún queda un asunto pendiente.
-¿A qué se refiere?
-No veo ningún testigo en esta sala.
-El juego es de palabra -dijo Mendoza. Ninguno de nosotros sería capaz de dejar de comportarse como un caballero. De nuevo examinó su juego y con cierto aire de duda soltó una carta sobre la mesa que Lobo tomó con anunciada impaciencia.
Ese fue el primer error de Lobo. Carlos Mendoza había repasado mentalmente los movimientos de su contrincante calando la rapidez con que resolvía su juego en cada mano. En el negocio había aprendido que la suerte no existe, que siempre es necesario inclinar su peso hacia el lado correcto y esta noche el lado correcto confiaba en que todos los trucos repetidos durante años en las mesas de su casino serían suficientes para comprobar una vez más que la buena fortuna no tenía cabida en el Sunrise. Mr. Lobo se había dejado descubrir una vez más en esa jugada y era sólo cuestión de deslizar sobre la mesa la carta que siempre reservaba al último, aquella que dejaría a Lobo sin aliento, esforzándose por disimular la derrota, cuidando de no respirar ese humo que más tarde ocultaría el temblor de unas manos cansadas, hartas de tanto perder en las noches del Sunrise.
Alguien abrió la puerta. Ambos jugadores voltearon y justo en la entrada vieron a Santibáñez que con esa rigidez que caracteriza a los militares esperaba de pie mirando a Mendoza. El dueño del casino se disculpó con Lobo y salió de la pequeña sala. Lobo observó por la ventanilla que tenía la puerta que ambos discutían a grandes voces, escuchó algo acerca de una revuelta y de un bote esperando en el puerto, después pudo ver a Mendoza mesándose los cabellos y a Santibáñez dar media vuelta y desaparecer. Cuando la puerta se abrió de nuevo pudo escuchar algunos gritos y un desorden inusual en la sala central del casino. Mendoza se sentó tratando de fingir tranquilidad, miró de nuevo su juego y esperó la pregunta obligada:
-¿Qué es lo que sucede allá afuera?
Mr. Lobo lo miraba muy atento con los ojos abiertos en perfecto círculo casi sin parpadear, sus manos sostenían apenas los naipes, tal vez porque presentía que algo podía interrumpir su noche de triunfo, por un momento se le ocurrió que de nuevo habría que salir pensando en el siguiente viernes donde tal vez con un poco de suerte.... Mendoza supo todo eso, lo pudo saber solo con mirar al viejo a los ojos, en algún momento sintió lástima por él, después tomó entre sus dedos la carta que había estado reservando para asestar el golpe final, espero un momento, y luego de dudar un poco, la incorporó nuevamente a su juego y suspiro diciendo:
-Lo he perdido todo
Lobo se quedó callado, sus temores se dispersaron y supo que la noche había terminado para bien. Con un gesto de alivio bajó su juego y esperó a que Mendoza hiciera lo mismo, sólo que éste lo bajó con sus cartas volteadas, todas iguales, como ocultando la vergüenza del que pierde en casa.
-Ha sido un buen juego -dijo muy apresurado Mendoza mientras se ponía de pie. -Yo mismo iré por los papeles para que arreglemos esta misma noche todo lo que haya que firmar, usted no se mueva de aquí.
Así fue como Mendoza salió con rapidez dejando a Mr. Lobo estupefacto sobre la mesa. Casi no podía creerlo, no es que fuera el dinero, era solo que el golpe de suerte llegó a tiempo, que por una vez en su vida había podido cambiar el curso de los acontecimientos, era que ahora sabía la forma de evadir las pequeñas trampas y que a partir de hoy ya no tendría que soportar las miradas burlonas que agobiaban siempre al perdedor del Sunrise, era que al salir del casino las posibilidades de cambiar eran infinitas.
Mr. Lobo no dejó de pensar en como sería su nueva vida. Esperó largo tiempo pero Mendoza no regresó, sus cartas permanecían volteadas y Mr. Lobo se dejó vencer por la curiosidad, por esas ganas de retroceder el tiempo y pensar en Mendoza, en el momento justo en que Mendoza miró el juego de Lobo y después voltear una a una las cartas y sentir un escalofrío porque sobre la mesa Mendoza jugaba con un poker de ases, dejarse atrapar por el silencio y recordar los gritos en el salón y el gesto de Santibáñez queriendo decirle algo, luego la mirada de un niño negro que lo odia, Mendoza que lo ha perdido todo y un bote esperando en el puerto con la luna más roja que nunca, tal como en los grandes acontecimientos. Recordó en un instante los inicios, cuando de joven adquirió nuevas tierras para la finca y el apellido Lobo empezó a sonar en toda la isla. Julio Lobo había prosperado como nadie en la región y hacía ya tanto tiempo que no sabía nada de ese otro mundo del que se hablaba en los diarios, y que hoy esta noche conseguía alcanzarlo justo en una mesa del Sunrise donde la suerte se quedaba esperando una vez más a que tomara la dirección correcta. Afuera tampoco se hablaba nada, la luna se iba ocultando y tan solo el viento recorría la ciudad silenciando todo a su paso, como queriendo ocultar la marcha de un puñado de rabia que bajaba imponente desde las montañas.
Por: José Álvaro Hernández
lunes, 3 de diciembre de 2007
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