domingo, 9 de diciembre de 2007

Sucedió en un Casino

Este no es un cuento. Es un relato de lo que me sucedió en Iquique el verano de 2007. Tiene su “epicentro” en el Casino Municipal ubicado en la parte sur de la playa de Cavancha al costado de la Hostería y cercano al Hotel Terrado Suite.
Estaba pasando mis vacaciones en casa de una hija que vive en Iquique. Me iba temprano a caminar a Playa Brava y luego regresaba al Casino a probar suerte en las máquinas “tragamonedas” antes de almorzar en algún restorán a orillas del mar.
Luego volvía a la arena, rentaba un quitasol y una silla de playa y a disfrutar de la brisa marina, el calorcillo moderado y el panorama playero: mujeres jóvenes, otras no tanto, embadurnando sus caras y cuerpos con algún protector solar para retar al cáncer de piel aprovechando los dañinos rayos ultravioleta en aras de un dorado esplendoroso. Niños gozando en el agua bajo la mirada atenta de sus padres. Jóvenes de ambos sexos tendidos en la arena formando grupos risueños y relajados. Aquí y allá vendedores de helados de mango y guayaba, bebidas heladas y los clásicos alfajores y “chumbeques”, dulces muy populares en Iquique.
Esperaba la puesta de sol y regresaba al Casino con la vana esperanza de recuperar las numerosas monedas de cien pesos que las máquinas me habían tragado en la mañana…
Me atraía el ruido que se sentía en el sector de las tragamonedas: una especie de zumbido continuo proveniente del trabajo de las máquinas al rotar y detenerse, mezclado con el ruido de las monedas que salían cuando alguna persona acertaba. A veces, cuando el premio era considerable, el ruido prolongado del torrente de monedas que entregaba la máquina y, en muy contadas ocasiones, la música al estilo fanfarria que provenía de la máquina ganadora de un premio máximo, mezclada con las exclamaciones de júbilo del o de la afortunada.
El día que me sucedió lo que estoy por relatar, mi rutina no se cumplió pues fui de compras a la Zona Franca llegando a la playa cerca de la siete. Aproveché de mirar la puesta de sol en Playa Brava y luego me fui al Casino. Compré en las Cajas un pote de 50 monedas de 100 pesos y me instalé.
- ¿Cómo anda su suerte hoy?- escuché decir a una voz femenina a mis espaldas.
Me di vuelta para encontrarme con una mujer de unos 30 a 35 años bien parecida, alta, piel blanca, ojos claros y pelo castaño. Vestía una blusa negra de manga larga, semitransparente que ocultaba difusamente un “brassiere” del mismo color, albergue de un par de senos bien formados y llamativos.
- Regular no más- se me ocurrió contestarle una vez repuesto de la impresión que me causó
- casi siempre al final termino perdiendo…pero me entretengo…
- ¿No ha probado en la ruleta?- Reía mostrando dientes grandes y parejos.
- No, la verdad es que prefiero las máquinas…
- Pero también hay emoción en la ruleta, o no?
Me quedé pensando un momento. Sí, podría ser, una visita a la ruleta no andaría mal.
- Usted juega a la ruleta…perdón, su nombre es…
- Me llamo Andrea…y el suyo?
- Yo soy Eduardo…pero llámeme Gus…
Nos fuimos al sector donde funcionan las mesas de ruleta y allí pude observarla mejor. Definitivamente era una mujer muy atractiva. Por las miradas masculinas que recibía difícilmente podría pasar inadvertida.
Compré algunas fichas y Andrea me explicó las alternativas del juego que poco se quedaron en mi cerebro: apuestas sencillas, columnas, docenas, color, cuadros, plenos…esta última variante pagaba 36 veces con el valor apostado incluido, y fue la que más me interesó.
Comencé jugando con timidez al color rojo o al negro, a las columnas y docenas, con escasa suerte.
- Gus, ¿tiene algún número preferido entre el 0 y el 36?- me preguntó Andrea.
- Bueno, si, el siete… ¿Porqué?
- Arriésguese, póngale unos pesos al siete ¿cómo sabe si le pega el palo al gato?
Puse dos fichas de mil pesos al siete y observé el trabajo del “croupier” cuando echó a correr la bolita por el resalte de madera del interior del cilindro de la ruleta haciendo girar al mismo tiempo la ruleta misma en el sentido contrario. La bolita fue perdiendo velocidad y finalmente cayó en el hueco del 20 que es de color negro…
Insistí con el siete dos veces más y nada. Le dije a Andrea que volviéramos a las máquinas.
- Dicen que el que la sigue la consigue…
- su voz tenía un toque de coquetería, de segunda intención, de desafío que capté muy bien.
Puse cinco fichas de dos mil pesos al siete sobre el tapete verde… ¡ Y esta vez resultó! Escuché la voz del “croupier” decir –“Rojo el siete”- y me pagó con fichas el valor de mi apuesta, unos 350.000 pesos. De reojo pude ver que Andrea estaba muy alborotada y se me ocurrió que era hora de invitarla a tomar un trago para celebrar mi buena suerte.
Primero bebimos un mango “sour” y luego un pisco “sour” preparado con el genuino limón de Pica, traído del oasis de Pica al interior de Iquique. La invité a cenar en el mismo Casino. Fue una comida de lujo en base a mariscos y vino blanco de marca. Me sentía contento y generoso por la suerte y la agradable compañía. Pero había algo más: me interesaba como mujer ya que se mostraba receptiva y agradada. Me imaginé que podría ser el principio de una inesperada aventura. Me contó que vivía en Antofagasta y estaba visitando a una tía y sus pretensiones eran encontrar trabajo en Iquique.
Cerca de las once de la noche regresamos a la misma mesa de ruleta donde había ganado con un pleno al rojo siete y comencé a jugar. La suerte no me había abandonado ya que hasta la medianoche había acertado tres plenos y quería seguir jugando.
Pero Andrea me convenció que fuéramos a bailar a una “disco”. Cobré un montón de fichas que hicieron casi dos millones de pesos, y guardé los billetes junto con unas fichas que dejé para jugar al día siguiente en una mochila donde tenía las compras que había hecho en la Zofri.
Estuvimos bailando hasta cerca de la cuatro de la mañana. Me sentía un poco mareado; pero estaba feliz. Le había propuesto que nos fuésemos a un Motel y aceptó. Llamó a su tía con su celular y le dijo que llegaría a casa cerca del mediodía.
Salimos de la “disco” y me pidió que antes que nos fuéramos al Motel pasáramos a una “picada” que ella conocía a comer una sopa marinera para “componer el cuerpo”. Un taxi nos llevó por no se qué intrincadas calles del puerto hasta que llegamos a un pequeño restorán donde ella conocía al dueño que nos atendió de maravillas. La verdad es que yo no tenía la menor idea de donde estábamos; pero poco me importaba ya que pronto estaríamos en el Motel. Nos prepararon una sustanciosa sopa reponedora. El dueño nos ofreció por cuenta de la casa el tradicional bajativo. Yo tenía mucha sed .
Le pedí un vodka tónica y me levante para ir al servicio higiénico a orinar y mojarme la cara y el pelo.
Cuando volví me esperaba el trago que bebí rápidamente mientras Andrea tomaba una menta. Miré la hora: las cinco de la madrugada. Fue lo último que recuerdo. Después, nada.
Desperté tendido en una playa solitaria que no ubicaba, con el sol ya caminando hacia el horizonte y con un dolor de cabeza increíble. En un acto reflejo miré mi reloj para ver qué hora era; no estaba en mi muñeca, había desaparecido, igual que la mochila donde había guardado el dinero ganado en el Casino junto con mis compras en la Zofri. Revisé mis bolsillos; la billetera con mis tarjetas de crédito, mi carnet de identidad, plata, mi chequera y mi celular se habían evaporado…El viejo cuento, me dije. Y yo, a pesar de mi experiencia, había pisado el palito.
Seguro que la Andrea era el anzuelo y al término de la noche me habían puesto un narcótico en el bajativo cuando fui al baño. Me metieron a un auto en calidad de bulto y me fueron a botar a una playa lejos de Iquique. Le di gracias a Dios que no me mataron…Volví a revisar mi ropa y encontré dos billetes de 20 mil pesos en el bolsillo de mi camisa.
Mi problema era como volver a Iquique. Me orienté por el sol, salí a la carretera y comencé a caminar hacia el norte. Andaría unos veinte minutos cuando divisé un manchón de casas de un piso que luego supe era un complejo gastronómico para productos del mar llamado Los Verdes.
Allí conseguí un taxi que me llevó a Iquique. Mi hija estaba alarmada. Nada le dije de lo que me había pasado. Pensaba qué hacer, ir a la policía y hacer la denuncia, me quedaban tres días antes de regresar a Santiago. Y si se enteraba la prensa, habría sido un excelente tema para llenar espacio. Fui al Casino, hice preguntas; nadie sabía nada, no ubicaban a Andrea. Me dediqué a bloquear las tarjetas, los cheques, mi cédula de identidad.
Dos días después abordé un avión de LAN Chile en el Aeropuerto Diego Aracena, 41 kilómetros al sur de Iquique, con mis pulmones llenos del aire marino y mis bolsillos vacíos, dándome ánimo para iniciar un nuevo año de labores…
Extraído de: www4.loscuentos.net/

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