El diagnóstico fue claro e irreversible. Cáncer. Cáncer, cáncer. Repetía esa palabra mil veces, no podía olvidarme de ella, cáncer, cáncer. Tenía que encontrar cómo solucionarlo.
Necesitaba juntar el dinero suficiente para sus quimioterapias, necesitaba dinero y solo pensaba en tres palabras en ese entonces: Cáncer-dinero-muerte, en ese orden y en un ciclo eterno que ya formaba parte de mí. Supe el punto exacto en que tomé esta decisión. Supe con toda precisión cuándo empaqué el dinero que tenía y la abandoné en ese hospital. ¡¡Pero tenía que hacerlo!! Y quiero, no, ¡¡exijo saber cuántos de ustedes no hubieran hecho lo mismo!! Porque amaba a esa mujer y tenía que hacerlo. Empaqué el resto del dinero que tenía. Abandoné mi trabajo, la abandoné a ella y abandoné al hombre que era hasta antes de escuchar “cáncer”. Compré mi boleto de avión y me fui directamente a las Vegas. Como un maldito utopista que soñaba con ganar mucho mucho dinero para que ella volviera a estar bien. Para que el veneno que la inundaba ahora fuera solo un trago amargo del pasado. Así que me vi ahí. Jugándomelo todo. Y mientras la ruleta giraba yo veía nuestra historia frente a mi. Cuando la conocí y lo nervioso que estaba cuando me presentó a sus papás. Eso fue hace tantos años que creí que el amor había terminado. Porque hubo muchos amaneceres agrios, en que desee que ella no estuviera ahí, sobre todo cuando supe que estaba imposibilitada para ser madre. Biológicamente imposibilitada, quiero decir. ¡¡Cómo la odié cuando lo supe!! Particularmente porque tuve que tragarme mi odio cuando vi lo infeliz que era ella, lo culpable que se sentía, y hasta pude ver que sentía cierta pena por mi. Fui fuerte para ella, porque seguía amándola a pesar de todo. A pesar de mí. La ruleta se detuvo favoreciéndome. Y mi vida con ella seguía transitando en mi mente. Deambulando como fantasma en el laberinto que es mi memoria. Con los años fui olvidando los sueños que había construido. Por un tiempo escribí mis anhelos sobre hielo. El problema no era ella, nunca fue ella, fue acaso mi oscura obsesión por construir lo que en mi juventud había sido la vida perfecta. Una especie de monstruo construido por mi, para mi y para esa mujer de piel morena y ojos negros, grandes y bonitos que eran mi perdición. Un monstruo a punto de salir de control al verse tan mutilado, tan incompleto. Un monstruo a punto de tragarme y convertirse en mí. Y la ruleta estaba de mi lado. Mientras la gente a mi alrededor se ahogaba en alcohol, yo me embriagaba de felicidad. Bebía y quería que me sirvieran las últimas gotitas, las que casualmente llaman “de la felicidad”. Lo quería todo, todo. Creo que mi empeño era tan grande porque me sentía culpable de haberla dejado ahí, en esa cama con sábanas blancas, con desconocidos rodeándola, como los que me rodeaban a mi en el juego, solo que en vez de celebrar, a ella la deprimían más, la hundían cada vez más. A ella nadie le da esperanza si no soy yo, y en México solo una persona sabe dónde estoy, la que me dio la idea, alguien que podría llamarse amigo, supongo. No tenía por qué decírselo a esos payasos que se dicen doctores pero que a ella y a mi nos arrancaron el alma. No todo fue dulce. Muchas noches peleamos e incluso una vez ella me pegó. La llevé con sus papás y le dije “No me perdonaría hacerte lo que tú acabas de hacerme.” Ella se quedó con sus padres, y yo fui a perderme en la Alameda. Esa parte de la ciudad era nuestra favorita, hubo muchas tardes que se nos hicieron noches sentados en Bellas Artes. Dizque analizando a la gente cuando lo que en realidad hacíamos era buscar un pretexto innecesario para estar juntos. De pronto la ruleta se detuvo, y para entonces yo ya había perdido la cuenta exacta de lo que llevaba, me negaba a tomar mi dinero y retirarme. Seguí jugando, seguí y seguí…después me hicieron saber que llevaba un millón. ¡¡un millón de dólares!! Me retiré. Y ya no había espacios para monstruos, rencores ni recuerdos. Ya todo era porvenir, esperanza, morir juntos cuando fuéramos muy viejos y la piel estuviera tan arrugada y nuestro cabello tan lleno de canas que el tiempo dejaría de transcurrir, o por lo menos de importar.
Subí a mi cuarto y comencé a guardar mis pocas pertenencias. Fue cuando sonó el teléfono y me dijeron que era una llamada de México. Eran sus padres. “Necesitamos que vengas. Laura murió esta mañana”. Quizá la primer reacción de un hombre normal sería ir de inmediato, yo en cambio me quedé sentado, escribiendo esto y llenándolo de lágrimas. Maldiciendo a la vida como si sirviera de algo, como si mi palabra en forma de condena sirviera para devolverme algo, devolvernos algo. Grité injurias a sus padres por la forma seca y vil en que me dijeron que ha muerto, y que me necesitan ¿necesitarme para qué? ¿Para qué sirvo ahora si no está ella? No, no. Se acabó la vida, no importa si permanece latiendo mi corazón. Es igual si está dentro de mi pecho o fuera… Voy a matarme… tengo que hacerlo… de igual forma ya me han arrebatado la vida, y estar sin ella es hablar contra el viento… no me sirve la vida así… no me sirve una vida podrida…
Extraído de: www4.loscuentos.net
miércoles, 5 de diciembre de 2007
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