Argentina - “Empezaba a bullirme en la cabeza un asomo de cálculo. Me atenía a unos números y probabilidades, pero pronto lo dejaba todo y volvía a poner sin casi darme cuenta de lo que hacía. Debía de estar muy distraído; recuerdo que los croupiers rectificaron algunas veces mis jugadas. Incurría en burdos errores. Mis sienes estaban bañadas en sudor y mis manos temblaban. ¡La suerte seguía siéndome propicia! ¡Había ganado aquí otros treinta mil florines y la banca cerraba también hasta el día siguiente!.” Así farfullaba –si no cabe decir “razonaba”– Alexei Ivánovich, el jugador de Dostoievski, este último también adicto al juego, por el que perdió a su familia y quedó en la ruina. Esa experiencia, repetida siempre, en cada lugar, llevó al mundo a acotar el juego en estrictos límites.
Aquí el 22 de julio de 1902 el Senado de la Nación presentó un proyecto de ley “prohibiendo los juegos de azar en la Capital de la República”. En su defensa, el senador Carlos Pellegrini calificó al abuso del juego como “un vicio que tiene consecuencias funestas para el hombre y para la familia”, como “un síntoma de riqueza y de abundancia”, y reclamó suprimir “la incitación al vicio” expresada “por medio de avisos, anuncios, carteles o de otro medio de publicidad”, de la que eran víctimas “las clases más fáciles de seducir: el pueblo trabajador, los menores de edad”. Entonces no había radio ni TV, cuyos mensajes llegan hoy a millones. Hoy se escucha: “jugar compulsivamente es perjudicial para la salud”, pero a continuación, una voz joven, femenina, acaso menor de edad, nos habla de un río cuya corriente va hacia donde tu imaginación le dicte, y asocia al juego con “toda la emoción, toda la imaginación”, y suscribe esa publicidad nada menos que la Lotería Nacional. Toda publicidad se paga, y sólo se contrata cuando los rendimientos esperados de ella son mayores. En un país en el que la mitad de la población es pobre y una estrecha franja se apropia de la mayoría de los ingresos, es claro que la publicidad apunta a tomar de esa franja una parte de sus enjundiosos recursos, y hacerlo a través de sus hijos. El aviso, tras sugerirte que todo lo que imagines es posible, aconseja ser pasivo: “dejate llevar”. Si Juan Escolaso te invita a jugar, dejate llevar. Si Juan Cafisho te da una cita, dejate llevar. Si Juan Narco te convida un porrito, dejate llevar. Con beneficencia así, ¿quién necesita maleficencia?
Fuente: Página 12 - Manuel Fernández López
martes, 18 de marzo de 2008
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario