sábado, 2 de febrero de 2008

Los argentinos y el azar: Me juego un numerito

Mempo Giardinelli.
El país de las maravillas.
Los argentinos en el fin del milenio.
Buenos Aires: Planeta, 1998
(Col. Espejo de la Argentina)
Si la relación de los argentinos con el dinero pasa por una dependencia demasiado vinculada a deseos y ambiciones, es evidente que el auge del pensamiento mágico abona precisamente este terreno. Somos un país en el que de las palabras se ha pasado, lentamente y cada vez más de modo más notorio, a los números. El argentino de la década de los ‘90 es un ser que sin llegar a taciturno es bastante menos expresivo que el de generaciones anteriores. Mira mucha televisión, piensa poco, conversa cada vez menos, y en general parece inclinarse hacia formas sustitutivas de la razón por el azar, y del análisis por el simple cálculo. La vocación del argentino por el azar es prima hermana de la de los personajes de Erskine Caldwell y Paul Auster, y no tiene nada que ver con las de Einstein, Kac o Prigogine (1). La obsesión por el dinero y cierto frenesí por mantenerse o trepar en la escala social hacen que la mayoría de los habitantes de nuestro País de las Maravillas se lance a vivir apostando hasta lo que no tienen. Como si se tratara de algo irresistible, impulsivamente parecen decirse: «me juego un numerito» y se largan a apostar.
En la Argentina la cantidad de loterías, quinielas, casinos y salas de bingo son alucinantes a fines de los ‘90. Sólo donde vivo, en un área que abarca dos capitales de provincia (Resistencia y Corrientes) habitadas por poco más de medio millón de personas, la gran mayoría de las cuales viven en horrorosas condiciones de pobreza y marginalidad, víctimas del desempleo masivo porque en los últimos veinte años se han cerrado más de 200 industrias, hay tres casinos, dos bingos y más de una docena de salas de máquinas tragamonedas de apostar llamadas «video-póker» o, en la jerga popular, «timbas electrónicas», las cuales están abiertas las 24 horas. Esa pasión por el juego es un fenómeno preñado del pensamiento mágico, pero es también una manifestación de la urgencia neurótica que parecen sentir tantos argentinos de que la Diosa Fortuna llegue a ellos. Pasión que, además, parece ocultar otra gravísima cuestión: el negocio del juego (2). «Me juego un numerito» es, entonces, tanto un mito como una pasión que en cierto modo hace a la naturaleza humana, por supuesto, pero que es una característica impactante de esta asombrosa Argentina posmoderna que iniciará el tercer milenio.
La Diosa Fortuna —conviene recordarlo— es una figura de la mitología romana, diosa de la suerte, del acaso, de lo imprevisto, del capricho de las cosas. Se le erigieron templos en Roma, Esmirna y en otras ciudades, y se la representa con los ojos vendados, una rueda al lado y vaciando una cornucopia (que es un enorme vaso con forma de cuerno y lleno de frutas y flores, que representa la abundancia, el famoso cuerno de la abundancia). Su visita, su ansiada mirada sobre nosotros, constituye una esperanza generalmente descartada por el yo racional que todos tenemos, pero fervientemente alentada por el otro yo, el irracional, que también tenemos y que desdichadamente en la Argentina finimilenarista es estimulado constantemente. Y esperanza que, todos lo sabemos, otro mito universal asegura que es lo último que se pierde.
De hecho, por pensar de esta manera es que muchos se lanzan a ver si les toca en suerte un golpe —como se dice— de la Diosa Fortuna. Decir «me juego un numerito», además, implica esconder o disimular en el monto modesto el pecado del jugar los pocos pesos de la casa, los últimos magros ahorros. El diminutivo, en cierto modo, pretende atenuar o lisa y llanamente encubre la culpa del jugador.
Son infinitas las formas de la timba, como lo son las de la culpa. Aparte del tute y el truco, aparentemente inocentes, en la Argentina se practicaron los más diversos juegos de azar en todas las épocas, como los que se jugaban a caballo (el llamado «juego del pato» se tiene por deporte nacional) o la popularísima taba, que debe su nombre al astrágalo o hueso del pie y que consiste en arrojar la taba de carnero al aire (3). Algunos de esos juegos criollos se mezclaron con los que practicaban los inmigrantes y muchos terminaron siendo deportes, como las populares bochas o la pelota a paleta (el Jai Alai que todavía se juega por dinero en otros países y que en la Argentina fue tan popular a fines del siglo XIX, cuando empezó a ser sustituido por el fútbol).
Precisamente la taba, ese viejo juego de los gauchos que consiste en arrojar el hueso al aire, es una simbolización perfecta de la idea de tentar a la Diosa Fortuna. Es como mover la rueda que acompaña a la diosa. Según el número que nos toque, o de qué lado caiga ese hueso semicuadrado, ganaremos o perderemos. El argentino ha acuñado una frase que alude perfectamente a eso: se juega esperando «dar vuelta la taba». Darla vuelta es cambiar el destino. Es siempre sinónimo de triunfo: ganarle la partida a la Fortuna. Que es como ganarle a la muerte, en cierto modo.
Incluso la música popular porteña, el tango, ensalza y consagra los juegos de azar. La timba, el escolaso, aparece nombrado en muchos tangos que cantan loas a las carreras de caballos (los burros, en la jerga hípica), a los naipes y, en general, a la esquiva fortuna. Las letras siempre tienen un doble mensaje, contradictorio. Por un lado critican las consecuencias nefastas del azar, pero a la vez destacan las supuestas «cualidades» del golpe de suerte, con lo que desdeñan el progreso lento, producto del trabajo y del ahorro.
Esa idea de golpe, de repentismo revanchista que encierra la pasión timbera, hace que el jugador viva preso de las infinitas, oscuras y rebuscadas cábalas de las que inexorablemente es capaz. Esto es para decir que hay un vastísimo, imaginativo mundo de pensamiento mágico que rodea al juego, a las apuestas. Todo un mundo sofisticado y enigmático el de las cábalas, que cada uno tiene y respeta a su manera. Evidentemente, con los años y sobre todo recientemente, los juegos (dicho en sentido lúdico: de divertimento y competición) dieron paso a formas más desesperadas. Y digo desesperadas en el sentido de que son formas producto de una esperanza neurótica, irracional, mágica. Porque la apuesta sistemática y obsesiva es siempre una neurosis. Y esa esperanza de ganar es una expresión de la desesperación. La cual se ha ido generalizando en la medida que la situación económica argentina se fue deteriorando más y más, la dependencia del dinero fue aumentando y la insatisfacción creciente generó decepción y desasosiego. Paulatinamente se multiplicó la oferta de juegos (aparecieron Lotos, Quinis, Destapes y toda una gama de remotos premios súbitos) y los juegos que se fueron ofreciendo incentivaron la pasión de la gente por el azar. A la vez esa pasión desesperada alimentó la imaginación y surgieron más juegos, conformándose un perfecto círculo perfectamente vicioso (4).
El furor, por cierto, se explica por la situación socio-económica imperante, pero también porque, de hecho, la pasión indetenible por jugar y apostar, desafiando así a la Diosa Fortuna, es una adicción. Una más de la patología social de este fin de milenio, donde la pasión por los números y el azar degenera casi en locura por apostar hasta lo que no se tiene. Cuando ya se ha perdido todo (obviamente el juego de apuestas está organizado para que el jugador pierda, y es su fundamento y razón que gane sólo excepcionalmente), el último escalón es la dignidad. Que también se pierde, y compulsivamente como sucede con todas las adicciones.
En la memorable novela de Fedor Dostoievsky, El jugador, una de las obras cumbres de la literatura del siglo XIX, se narra la compulsión de un jugador de ruleta que se destruye a sí mismo en unas pocas noches de casino. Y entre nosotros Juan José Saer ha creado un jugador compulsivo único, inolvidable, en su novela Cicatrices. Hay también bastante cine sobre este asunto que —sin dudas— se ha ocupado de los aspectos más sórdidos de la siempre en apariencia inocente pasión por el juego, que puede llegar a ser una grave enfermedad y ha dado nacimiento a organizaciones como «Jugadores Anónimos».
El espíritu lúdico, el sano entretenimiento como actividad para el rato de ocio se ha ido perdiendo, bastardeado, a medida que iba cambiando el humor de los argentinos. El humor, digo, entendido como fundamento de la risa pero también como espíritu activo, ánimo con el que encaran la vida. A la vez que los argentinos nos volvimos más duros, más solemnes y recelosos; algunos, resentidos y muchos tan envidiosos, también el espíritu lúdico cambió. Suficiente prueba es comprobar el descrédito de los juegos familiares de antaño y ni se diga de los juegos que apelan a la inteligencia, frente al auge indetenible de los supuestos «sorteos», «premios» o «aciertos» televisivos que no son otra cosa que recursos para mantener audiencia constante y que tanto embrutecen a los argentinos. Prácticamente no hay programa de televisión, en horarios centrales, sean humorísticos o los llamados «espectaculares», que no incluyan la posibilidad de que el telespectador «gane» una pequeña fortuna o algún llamado «premio consuelo». Mala copia del negocio del entretenimiento que es tan común en una sociedad bastante satisfecha de sí misma como es la norteamericana, en la Argentina este tipo de televisión desanda los límites entre lo ofensivo, el pésimo gusto y la debilidad mental. Como sea, es obvio que del espíritu lúdico los argentinos se pasaron, se diría que masivamente, al puro azar y la timba enfermiza, la esperanza mágica o el escolaso vicioso. De la apuesta eventual, a la desesperación sistemática.
En otras sociedades se cultiva el viejo sueño —también un juego, finalmente— de amasar un millón de dólares. Se supone que se llega a redondear esa fortuna guardando una moneda cada día, por lo cual hay que trabajar duro y ahorrar parejo. En los Estados Unidos se cuentan y circulan miles de casos, y el sistema mismo se encarga de propagandizalos, encomiásticamente, como ejemplos de las fabulosas oportunidades que el sistema ofrece. Pero en la Argentina no hay tiempo para eso: aquí se espera el llamado «golpe de furca», el pase mágico, el «pegarla de una buena vez», para lo cual, cada día, uno se «juega un numerito». Lo cual entraña, como es obvio, el sueño de salvarse, verbo que deviene palabra clave. «Salvarse», igual que el vocablo «zafar», implican romper incluso con las reglas de oro del sistema capitalista: ni trabajo ni ahorro, salvarse o zafar significa salir de pobres de una vez por todas; de una y para siempre; correrse del lugar en el que se está a disgusto. Y también cambiar la mirada sobre el mundo y, acaso, ser mirado por el mundo de otro modo, que se imagina mejor.
Pero sobre todo conlleva otra idea, la más nefasta de la pasión por el azar: la idea de que no se hace fortuna trabajando. Idea, la de apostarlo todo al azar y al golpe de suerte, que está sólo un pasito antes de la corrupción. Porque si no se hace fortuna trabajando, el argentino ha recibido el mensaje clarísimo de que entonces o se hace mediante la suerte o mediante la coima. Como al inicio de los ‘90 lo admitió —pública, enfática, irresponsablemente— un prócer contemporáneo del menemismo, mientras otro prócer postulaba que no era condenable «robar para la corona» y el país se sumía en los más numerosos y groseros escándalos de corrupción del siglo. No trabajar era la clave. Irónica anticipación del desempleo generalizado que se generó durante el cierre del siglo XX, y que es fácil vislumbrar como el más grave problema social de la Argentina en el inicio del siglo XXI.
Finalmente hay que decir que la pasión por lo juegos de azar, así como el desenfrenado fomento reciente, también han respondido a una verdadera Política de Estado. Porque por supuesto que es verdad que siempre hubo juego, pero es muy fácil comprobar que en los últimos treinta años han sido los sucesivos gobiernos los que lo han fomentado. Desde los tiempos en que el entonces Ministro de Bienestar Social Francisco Manrique creó los Pronósticos Deportivos, el popular Prode que hizo furor hace un cuarto de siglo, el crecimiento fue incesante. No hubo un solo gobierno —civil o militar— que no fomentara los juegos de azar.
La pregunta es: ¿Por qué lo hicieron? Podría pensarse que lo hicieron con propósitos inconfesados: primero se dijo que era una manera de controlar el juego clandestino (lo cual era falso porque la quiniela extraoficial jamás desapareció y aún hoy la quiniela barrial clandestina es una institución nacional y es fama que suele estar amparada por funcionarios policiales de menor cuantía). También se dijo que era una manera de recaudar dineros mediante los elevados impuestos a los juegos de azar. Pero todo eso, sin ser falso, no responde cabalmente la pregunta. Los que los gobiernos han impulsado e impulsan fomentando el juego —es mi hipótesis— no es otra cosa que una forma eficiente de control social. Y es que cuando la desesperanza gana a la gente, la gente se inventa esperanzas mágicas. El juego, la timba, es siempre una esperanza. Irracional y azarosa, pura tómbola lúdica, pero esperanza al fin. Por eso los gobiernos, cuando no pueden dar respuesta a las buenas y naturales expectativas de la sociedad, fomentan ese tipo de ilusiones que anestesian a la gente, la mantienen ocupada y distraída, y de hecho hacen que esa gente no cuestione nada.
Como si la antítesis fuera trabajo versus juego, esfuerzo versus timba, en la Argentina de las últimas décadas hasta las finanzas, las públicas y las privadas, se volvieron y se llamaron timba. La timba financiera de la llamada «plata dulce», las mesas de dinero, el mercado negro, los endeudamientos sin respaldos se volvieron filosofía, estilo de vida, y se infiltraron en todos los estamentos de la sociedad argentina. Incluso la corrupción puede ser también vista como un «juego» de poder. La timba financiera dio paso al remate de los bienes públicos. La liquidación de las llamadas «joyas de la abuela», que nos dejó sin patrimonio y con la vieja deuda ahora multiplicada, no ha sido otra cosa que un juego perverso, nefasto, con alevosía y ventaja, del que la mayoría de los argentinos todavía no termina de darse cuenta.
(1) Los personajes de Caldwell generalmente se ponen en manos del azar de las maneras más irresponsables, como en El camino del tabaco. Un poco más conscientemente los de Auster en La música del azar. En cuanto a la afirmación de Albert Einstein (»Dios no juega a los dados») y la pregunta del matemático Marc Kac (»¿Cuán aleatorio es el azar?»), vale la pena detenerse en la idea de la relatividad restringida y «el azar intrínseco de los sistemas dinámicos» de Ylia Prigogine, en ¿Tan sólo una ilusión?, Tusquets Editores, Barcelona, 1993, págs. 147 y ss.
(2) Quien firma estas páginas no podría probarlo pero tampoco tiene dudas de que la proliferación de casinos en todo el país, esta locura timbera que no perdona a ninguna provincia y es especialmente nutrida en áreas fronterizas, muy posiblemente tiene que ver con el lavado de dinero del narcotráfico.
(3) Se gana si al caer queda hacia arriba el lado llamado «carne»; se pierde si queda el reverso, llamado «culo»; y no hay juego si sale «chuca» (que es el lado cóncavo) o si sale taba, que es el cuarto lado.
(4) Las técnicas modernas de comercialización —el llamado marketing— han desarrollado sistemas para ilusionar a los clientes con que «han ganado un premio» cuando en realidad sólo se les quiere imponer un producto. La competencia comercial publicitaria, por otra parte, ya no se basa en anunciar la calidad de los productos sino en los «premio» (cupones mediante) que se prometen.
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Fuente: tangomias - Tino Diez

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