Juego al blackjack en una mesa al fondo del Imperial Palace, el hotel de mediana categoría de Las Vegas donde pasé tres días hasta ayer domingo.
Juego en el cuadrado de ocho mesas, cuatro por lado, que atienden los Dealertainers, unos berretas croupiers disfrazados de cantantes famosos que se parecen poco a los originales pero son macanudos. Chocan la palma de tu mano cuando te dan un black jack e insultan cuando les toca black jack a ellos. También te dan consejos: “You don’t wanna do that”, me dijo anoche Elvis cuando pedí cambio para abrir dos figuras contra su seis. Le hice caso y gané. En el centro del cuadrado hay un pequeño escenario, donde los imitadores hacen playback: Billy Idol cantó “White wedding”, Bruce Springsteen, “Born to Run” y Shakira, una del disco anterior que no sé cómo se llama pero la conocemos todos. Mi croupier ahora es una rubia que se hace pasar por Mariah Carey y con quien sólo comparte los bultos a cada lado del esternón. Viene una supervisora y le pregunta a Mariah a donde se fue Stan, el pibe que estaba sentado al lado mío y que hace un rato perdió de golpe la alegría y 200 dólares.
“I don’t know. I killed him a while ago”,
contesta Mariah. Me encanta aprender jergas ajenas: así nos tratan entonces los croupiers, aun los simpáticos, cuando nos dejan sin fichines. “I killed him”. Pero aguanto bien el embate del azar. He separado cien dólares que ya me han durado varias horas de juego y por lo menos seis o siete whiskies gratis que traen sin parar camareras rubias o filipinas que se llaman Cindee o Concha. A treinta metros de distancia, Irina, mi mujer, abandona sus pruritos estéticos manhattanoides y se deja enredar por el suplicio hipnótico de las máquinas tragamonedas.
Mientras Mariah deja su lugar a Elwood, el flaco de los Blues Brothers, me doy permiso para fumar. Todo el mundo en Las Vegas se da permiso para hacer cosas inhabituales. Ése es el placer de la ciudad: chupi gratis, caída de la presión moral y la posibilidad de ganar plata sin laburar. Un paraíso. Es por eso que cuando me dicen que Las Vegas es el capitalismo extremo a mí me parece que no, que es todo lo contrario: es un refugio de la velocidad cotidiana, un impulso anti-trabajo, tibieza de abundancia como si la tarjeta de crédito la pagara otro.
Las Vegas es una ciudad sorprendentemente chata y uniforme, interrumpida sólo en el kilómetro que dura el Strip, la avenida donde se amontonan los hoteles-casinos. Hace unos años, en los meses que desperdicié quinientas horas jugando al SimCity, me molestaba que mis ciudades pujantes, felices y populosas fueran demasiado limpias y planificadas: “Irreales”, me quejaba. En el avión, el jueves, llegábamos a Las Vegas y volví a pensar en el SimCity después de mucho tiempo: lo primero que se ve de la ciudad es una torre futurista (un hotel) y una pirámide como las de Egipto pero de acrílico violeta (otro hotel); más allá, las avenidas rectas hasta las montañas, las hectáreas de estacionamiento, los bloques de hormigón de función desconocida.
Llegaba a Las Vegas con décadas de prejuicios. Las Vegas es una ciudad de plástico y falsedad, había escuchado mil veces, el centro neurálgico de la decadencia de Estados Unidos, un lugar donde todo tiene precio, un lugar de amargura, prostitución y mafia, donde todo lo que está mal en este planeta se multiplica por mil. Como nunca hice demasiado caso a los discursos apocalípticos, ni los morales (¡el pecado!) ni los económicos (¡el capital!), todos aquellos paisajes desoladores que me mostraban las televisiones o los sociólogos a mí me daban unas ganas locas de ir a Las Vegas y zambullirme en una pileta de vodka, fasos y desayunos antes de ir a dormir, como hacía Nicolas Cage en Leaving Las Vegas. En esa película, Las Vegas es una ciudad impiadosa y mugrienta, la última estación del derrumbe espiritual de un hombre rescatado milagrosamente por el hada-puta que hacía Elisabeth Shue. Así y todo, y aún sin creer en la existencia de las hadas-putas, yo seguía teniendo muchas ganas de ir a Las Vegas. La vida quiso que me tocara ir casado, casi de luna de miel; pero no hubo choque, porque en estos años Las Vegas también se casó. Se hizo algo más conservadora, más limpia, más corporate: las posibilidades de ser apuñalado en una playa de estacionamiento ahora son casi nulas, y en la calle hay muchos más gordos con gorras de beísbol que versiones demacradas de Elisabeth Shue.
Igual, luminosa y bienintencionada –pero no familiar: no hay niños en Las Vegas–, con la candidez del alcohólico recuperado –pero sin religión: hay paganismos que no se transan, como los alcohólicos recuperados que siguen fumando–, Las Vegas tiene un encanto coqueto y grasa, de durlock y neón, de creación y destrucción, donde lo más viejo es de anteayer y lo más nuevo es de esta mañana. Almorzamos un día en Maggiore’s, un restaurante italiano ubicado en el segundo piso de un shopping flamente de aluminio y ventanales de blindex. Maggiore’s quiere aparentar tener 50 años de edad, no los seis meses que tiene, y para darse cuenta del truco uno tiene que mirar bien de cerca los paneles de madera, los boxes de cuero, los cuadros con patos y los manteles blancos de algodón, como buscando la grieta donde bucear la costra de artificialidad. Pero se hace difícil: Las Vegas es tan buena en su artificialidad que uno rápidamente empieza a preferir la copia al original. Fui una sola vez a París, hace más de diez años, y no me acuerdo de casi nada. Me refresca la memoria el espejo loco del hotel-casino Paris de Las Vegas, con su Torre Eiffel alta como el Obelisco y sus callecitas internas de adoquines de su falso Barrio Latino, el techo de nubes pintadas e iluminado como un atardecer de verano, cafés de vereda bajo techo; como un Disneylandia provinciano, adulto, entrañable y sorprendentemente alegre: Las Vegas es la ciudad sin playa –es todo tierra y polvo; el árbol más cercano está a 500 kilómetros– con mejor humor del mundo.
Una noche me encuentro, sobre el puente que une el MGM Grand con el New York, New York, el más canchero y el más grasa de los hoteles del Strip, con tres amigos argentinos, economistas y banqueros, que están de despedida de soltero. “Acá –dice Pablo, apuntando al millón de lucecitas que titilan hacia el norte por el Strip– está concentrado todo lo que el mundo odia del capitalismo”. Nos reímos, pero yo creo que hay un malentendido: no puede ser el clímax del capitalismo una ciudad donde la mayoría de las transacciones monetarias están dominadas por el azar o el capricho. Uno se gasta 25 dólares indoloros en una comida porque sabe que un rato más tarde puede ganar o perder $250 con total facilidad, a cinco metros de distancia. El dinero en Las Vegas es mucho más relativo que en el mundo real. Prendo una sola vez la tele del cuarto del hotel, salteo la decena de partidos de fútbol americano universitario y aterrizo en CNN: veo a Hugo Chávez, en el atrio del Mundialista de Mar del Plata, haciendo el saltito típico de los hinchas de fútbol, encima de las fotos de San Martín, Bolívar y el Che. Ahí está el Diego también. Cambio de canal: están pasando el episodio del Soup Nazi de Seinfeld. En Las Vegas no se lee el diario ni se mira la CNN.
El viernes fuimos a ver el Gran Cañon del Colorado, que no está en Colorado, como yo creía hasta la semana pasada, sino en Arizona (el Colorado es el río que pasa por en medio, kilómetro y medio abajo nuestro). Alquilamos una lancha con ruedas marca Pontiac y hacia allí fuimos, cuatro horas de ida y cuatro de vuelta. Una hora en el Cañón, sacándonos las fotos de rigor y sufriendo el temblor en las rodillas, que, como chico suburbano que aún se marea en los balcones de los segundos pisos, apenas pude dominar. Como estuve en el Cañon, debo decir “espectacular” e “impresionante”. Ahí va: “¡Espectacular, Impresionante!”. Admítolo: no soy de conmoverme por las irregularidades de la naturaleza. No conozco el Perito Moreno, y en Puerto Iguazú me pasé la mitad del tiempo entre el casino y un bar. Por eso, lo mejor de ese día –además de pasar ocho horas en la ruta, parando en Mini-Marts polvorientos a comprar cigarrillos y Diet Coke, metiéndonos en pueblos silenciosos, sintiendo la moral espartana del desierto inmenso y naranja– haya sido para mí el dique Hoover, en el sur de Nevada, uno de los más grandes y más viejos del mundo y por el que cruzamos a paso de hombre admirando las torretas art-decó de la década del treinta, de cuando la ingeniería y el dominio de la naturaleza estaban bien vistos.
¿Cuándo se transformaron los diques en la cosa anti-progre que son ahora? Me enternece el optimismo del Hoover Dam, esa cosa de sacudir la naturaleza para hacerles la vida mejor a los hombres: ah, la fe en el progreso, esa reliquia enredada hoy en las galletas verbales de posmodernos y otros cínicos. A Irina el dique le hace acordar a The Fountainhead, la novela de Ayn Rand; a mí no, porque no la leí, pero me he prometido otra vez intentarlo (son mil páginas). En un hotel-casino del medio del desierto, un cartel luminoso ofrece “Trucker special rate: $ 29 / night” y después pide “God bless our troops”.
Nos perdemos la oportunidad de manejar míticamente por la mítica Route 66, porque nos damos cuenta de que estábamos en ella un minuto después de abandonarla. Manejando esa noche hacia Las Vegas, en una autopista anónima y disciplinada, con Irina cabeceando en el asiento de al lado y “CJ” de los Cadillacs saliendo suavemente por los parlantes, tengo uno de esos raros momentos de epifanía en los que uno se despega de su cuerpo y ve su vida desde la distancia, como en una película. ¿Cómo carajo llegué hasta acá?, me pregunto pero no me contesto, mientras el shuffle del iPod pasa “Hands of time”, de Groove Armada.
Autor: Hernán Iglesias Illa
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