martes, 22 de enero de 2008

La cuota

─ Les habla el capitán. Los pasajeros ubicados a la izquierda pueden ver ahora un espectáculo único, las cataratas del Iguazú. Les recuerdo a todos que deben mantener ajustados los cinturones, aterrizaremos en pocos minutos.
─ Qué suerte tenemos, están de nuestro lado ─dijo Marina, sentada a mi izquierda ─. Mirá, Juan, son fabulosas.
La mañana de Octubre era magnífica y el sol de las once perforaba nuestro avión por las ventanillas de ese lado. Yo estiraba el cuello, más como un acto reflejo que por verdadero interés por mirar lo que había debajo. Ya habría tiempo en los siguientes tres días de colmarme de vistas de las cataratas.
Lo único que me interesaba era llegar cuanto antes al hotel. Lo había elegido yo, después de una búsqueda por Internet, un mes atrás.
─ Me parece que me quedo con éste ─le dije con voz fuerte a Marina, que estaba en el cuarto─. Pegado a las cataratas, cinco estrellas, y precios en promoción.
─ Lo que vos digas, amor ─gritó Marina.
Yo leía en la computadora: “Visite nuestro casino de lujo, veintisiete mesas de Ruleta, Black Jack, Punto y Banca, Póker,…”. Supe que ella se acercaba cuando escuché los pasitos. Pude cambiar a tiempo a la página con la foto de las cataratas, donde se leía la frase: “El lugar donde las sorprendentes Cataratas dejan boquiabierto a todo aquel que las visite”. Era un viaje deseado desde siempre por nosotros. Ideal para festejar los diez años de casados y liberarnos de los críos por unos días.
No veía la hora de llegar. Hotel con casino, mesas de Punto y Banca. Qué maravilla. Esperaba ganar esta vez, o por lo menos no perder, quedaban ochocientos dólares de la cuota. Si perdía era el adiós al casino hasta Enero, una desgracia.
“Tenés sangre de jugador”, mamá me decía siempre, preocupada. Jamás le gustaron los jugadores y yo parecía uno. Mi pasión por el juego empezó mucho antes de tener la edad para entrar en los casinos. Todavía tengo los libros con historias y martingalas de gente que ganó fortunas con la ruleta. Mi primer casino fue el de Mar del Plata. Esa vez gané con la ruleta, pero después nunca gané demasiado con la maldita cosa, y las derrotas fueron duras. Recetas ganadoras, martingalas, qué sarta de mentiras, puta que los parió. También me desilusioné pronto del Black Jack, un desastre. Pero cuando descubrí el Punto y Banca la cosa fue distinta. Nunca me había pasado: ganara o perdiera, siempre sentía un gran placer.
Mi mujer supo de mi sangre de jugador de entrada. De novia me acompañaba al casino y se entretenía con las máquinas tragamonedas, donde estaba horas por poco dinero. Me fuera bien o mal, ella nunca decía nada. Apenas una sonrisa más ancha cuando me iba bien.
─ Enderecen los respaldos de los asientos ─decía ahora el capitán, y la azafata caminaba por el pasillo mirando a uno y otro lado.
Una hora después entrábamos al lobby del hotel, fiel a las magníficas fotos que habíamos visto. El rumor de las cataratas cercanas se colaba por los ventanales que daban a la terraza y al jardín. La selva estaba más atrás, con claros que dejaban ver cascadas.
Tomamos el ascensor rumbo a nuestra suite, en el piso diez. El cartel Visite nuestro casino de lujo, idéntico al de la página que yo había visto en Internet, era el más importante, del doble de tamaño que los que promocionaban el restaurante y la boite. Marina lo miró con cara de nada. No dijo una palabra hasta que entramos a la suite, que me pareció fantástica. Ojalá eso la distrajera.
─ Casino, Punto y Banca, sos el mismo un guacho de siempre, Juan. Ya sabía que esto podía pasar, pero tenía esperanzas de que por una vez hubieras pensado en mí, en nosotros. Sos un hijo de puta.
─ Por favor, Marina, todos los hoteles buenos tienen casino, lo sabés.
─ Ni se te ocurra amargarme estos tres días aquí. Me tomo el avión y me vuelvo a Buenos Aires. Además, la cuota del año se terminó, lo sabés.
─ No, quedan ochocientos dólares.
Por suerte llegó el botones con las valijas. Ella se puso a acomodar la ropa.
Lo de la cuota comenzó a los dos meses de casados. La primera vez que fuimos al casino como marido y mujer perdí bastante. Marina no mostró ninguna sonrisa, la furia se le notaba en los ojos.
─ Antes perdías tu dinero, ahora perdés el nuestro ─dijo con tono trágico.
La escuché callado, sorprendido. Quizás me había equivocado y ella no era la mujer para mí. Debió de haber visto algo en mi cara porque suavizó algo la voz y dijo.
─ No me importa que jugués cada tanto, Juan, pero que sea con límites.
Dos días después le propuse a mi mujer la idea de la cuota. Tanto por año a perder en el casino, ni un peso más. Tuve que aceptar que lo que sobrara a fin de año, si alguna vez sobraba algo, era decisión de ella en qué gastarlo.
Sin embargo, a pesar de este acuerdo que ya llevaba casi diez años, el tema del casino era un tema de discordia permanente entre nosotros.
Nos cambiamos en silencio, comimos las frutas que estaban allí como obsequio del hotel y salimos a conocer las cataratas, que tuvieron el poder de devolvernos el diálogo. Ella parecía haberse olvidado del tema del casino. Después de cuatro horas de caminata volvimos. Yo estaba extenuado y contento, con esa sensación ridícula del deber cumplido que a veces es el máximo placer.
Cuando entramos a la suite la tomé por la cintura y la empujé a la cama.
─ Sos un hijo de puta ─dijo ella, pero no se resistió.
Resucitamos cerca de las nueve y media de la noche. El restaurante era de primera. Después la llevé a la boite y bailamos un rato. Ella parecía más tranquila e incluso daba la impresión de disfrutar la noche. Volvimos a la suite cerca de la una de la mañana. Yo no pensaba en otra cosa que en el casino pero no me animaba a sacar el tema. Quizás era prudente saltear el vicio por una noche. Entonces ella me sorprendió:
─ Yo al casino no voy ─dijo─, no vuelvas muy tarde que mañana tenemos excursión. Hay que levantarse a las ocho.
Ay, la amo. Partí para el casino con cuatrocientos dólares. Me senté en una de las dos mesas de Punto y Banca. Tardé como dos horas en perder todo, excepto, claro, la ficha de diez dólares. Odio cuando ella me dice, al volver del casino, “Ya sé, perdiste todo”. Entonces yo contesto, casi siempre: “Perdí, pero no todo”, mientras toco en mi bolsillo la ficha solitaria.
Antes de irme me acerqué al barullo que había en la otra mesa de Punto y Banca. Un hombre de unos cincuenta años, con pelo negro sin una cana, festejaba con risas y comentarios cada mano. A su lado estaba sentada una mujer joven y atractiva, también bien vestida. Los dos tenían pilas altas de fichas de gran valor. El hombre tenía el sabot y no paraba de hablar y de reír. Él apostó primero, una cantidad de fichas importante. La mujer, más callada y discreta, apostó la misma cantidad de fichas. A la orden del croupier, el hombre dio cartas y fue Banca. El hombre siguió jugando y dio tres Bancas seguidas más. Ya era el momento de dar cartas de nuevo cuando no aguanté más:
─ Diez a Banca ─dije, tirando la ficha de diez dólares sobre el tapete, justo cuando el croupier decía No va más.
Me di cuenta de que había gritado por la forma en que me miraron los que estaban sentados. Yo estaba parado a un costado de la mesa, enfrente de la pareja que jugaba fuerte y ganaba. El único que ni levantó los ojos fue el hombre. La mujer, me miró y sonrió. Yo también le sonreí y encogí los hombros, en actitud de pedir disculpas.
─ Diez a banca por el jugador de pie ─dijo el croupier con voz mecánica, y acomodó la ficha en el lugar apropiado─. No va más. Cartas.
Fue otra vez Banca y todos ganamos. Dejé la postura completa para la siguiente mano. Volvimos a ganar. Miré el reloj. ¡Mierda, tres y media de la mañana! Retiré las fichas, casi treinta y seis dólares, y salí disparado para la suite. Apenas me quedaban cuatro horas y media de descanso.
A las nueve de la mañana salimos en el ómnibus de la excursión con otras cuarenta personas. Serían las nueve y diez cuando me quedé totalmente dormido. La voz del guía, que explicaba la fauna y la flora del lugar, era como una canción de cuna. Paramos en un café shopping a media mañana y allí los vi: la pareja del casino. Él era más alto y corpulento de lo que me había parecido la noche anterior, sentado. Ella resistía triunfante la luz intensa de la mañana. Le calculé treinta y cinco años, la edad de Marina. Me pareció extraño que aparecieran en nuestra mesa y pidieran permiso para acompañarnos con el café. Se presentaron como Arturo y Florencia. Las mujeres parecieron hacer buenas migas en seguida. El hombre insistió en pagar, venciendo mi negativa. Cuando volvíamos al ómnibus el hombre dijo:
─ Lo vi anoche en el casino, Juan, ¿qué tal, lo disfrutó?
Yo me sorprendí, creía que no había notado mi presencia.
─ Por supuesto ─contesté─ para mí cada noche en el casino es un placer.
La excursión duró horas y tuvo varias paradas, con almuerzo en el medio. Visitamos la fábrica de té, la de yerba mate, la de tabaco, aunque ya ni recuerdo lo que vi en cada una, me parecieron todas iguales. En cada parada reanudábamos la conversación con Arturo. Más que conversación era un monólogo pero yo escuchaba con devoción cada palabra. Las mujeres hablaban entre sí de temas al parecer apasionantes, ni nos miraban.
─ Hay cerca de doscientos casinos en la Argentina ─me decía─ los conozco a todos. Esta industria mueve muchos millones. No sé si usted lo sabe, pero los casinos ganan más del veinte por ciento del giro de cada noche.
Me apabulló por un rato con cifras, porcentajes y términos nuevos para mí.
─ Me impresiona cuánto sabe de estas cosas ─le dije, admirado.
─ La verdad es que el casino me permite ser alguien ─contestó con mirada especial.
─ Entiendo, gana más que lo que pierde.
Estábamos de pie delante de una máquina tostadora de té o de tabaco, ni idea, cuando el hombre se inclinó hacia mí para decirme, en un susurro.
─ Para los que estamos en esto es esencial no repetir más de dos noches cada casino. Y dejar pasar un año para volver a visitar el mismo casino. Hoy es mi segunda noche aquí, mañana me voy.
Yo asentí con gesto de complicidad, sin decir nada. Era hora de volver al ómnibus.
Qué quería decir con eso de “los que estamos en esto”. Había escuchado y leído sobre los “profesionales”. Cuando eran descubiertos en un casino su foto era circulada al resto de los casinos del mundo para prohibirles la entrada. Sí, Arturo era un profesional, se veía, dedicado a los casinos de la Argentina. Más de ciento ochenta casinos, dos noches en cada uno, o sea trescientos sesenta noches por año. Le quedaban cinco días libres, quizás para cumpleaños, navidades y esas cosas. No podía creer estar en frente de un profesional. Traté de disimular el entusiasmo.
La visita a la mina de piedras semi preciosas fue la última parada de la excursión. Allí me decidí a decirle en tono casual:
─ Quizás nos vemos esta noche en el casino, Arturo.
─ Si va nos encontramos seguro, Juan. Me encantará compartir la mesa de Punto y Banca con usted.
El ómnibus nos dejó de vuelta en el hotel a las cuatro de la tarde. Entramos al ascensor junto con otra gente y era imposible no ver el cartel del casino. Marina se quedó muda de golpe. Recién habló cuando entramos a la suite:
─ Supongo que esta noche no serás tan hijo de puta de ir al casino otra vez, con lo que perdiste ayer ─dijo entonces, confirmando la tormenta.
─ Quedan cuatrocientos treinta y seis dólares de la cuota –contesté yo, con voz bien helada.
Ella no me dirigió más la palabra en todo el día, como si yo no existiera. Cuando le pregunté de ir a comer ni me contestó, siguió mirando el televisor.
Salí de la suite pasada la media noche, Marina ya dormía. Me agasajé con lo mejor del menú en el restaurante. No recuerdo haber tomado nunca un vino tan caro. Qué carajo, teníamos un acuerdo y esta guacha se venía a olvidar justo ahora, en nuestro aniversario, para amargarme la vida.
Llegué al casino como a la una y media. Llevaba cuatrocientos dólares. El plan era sencillo, apostaría lo mismo que apostara el hombre, sólo que menos. Diez donde pusiera cien y así todo.
Los busqué en las mesas de Punto y Banca sin encontrarlos. Estaban en el bar, tomando un café, y pusieron gran sonrisa al verme.
─ Acá está el hombre. Ya creí que no venía, Juan ─ dijo él.
Arturo y yo no tardamos en sentarnos en la mesa de Punto y Banca. Florencia prefirió ir a jugar a la ruleta.
El plan duró apenas cuarenta y cinco minutos. El tipo perdía una y otra vez, yo estaba atónito. Sus comentarios sonoros y sus risas parecían iguales a los que había escuchado la noche anterior, cuando ganaba. Las pilas de fichas de él, imponentes, y las mías, copias diminutas, se evaporaron hasta desaparecer.
─ Bueno, tomemos un whisky ─dijo entonces, tan sonriente y eufórico como si hubiera ganado cientos de miles.
Me costaba disimular la rabia y la frustración. Insistió hasta que yo acepté en tomar un whisky con él, por supuesto importado. El hombre hablaba con entusiasmo no sé de qué y yo lo escuchaba con sonrisa dibujada. Tenía que tocarme a mí que el profesional perdiera esa noche. Qué absurdo. Qué imbécil.
Florencia se acercó a preguntar cómo nos estaba yendo. Arturo contestó por los dos.
─ Apenas estamos empezando pero todo va a salir muy bien.
Ella pareció contenta con la respuesta y volvió a la ruleta.
─ Bien, de vuelta al yugo ─dijo el hombre, sonriente como nunca─, vamos.
─ Yo voy a dejar, ya perdí demasiado ─dije con algo de vergüenza.
─ Cómo va a dejar, Juan, si ahora empieza lo mejor.
─ En serio, no tengo un peso encima.
El hombre sacó un billete de cien dólares y me lo puso en la mano.
─ Después me lo devuelve.
No me animé a decirle que no. Todavía quedaban treinta y seis dólares de la cuota en la suite. Además, qué mierda, voy a ser quien soy, no lo que quiera esta boluda. Fuimos otra vez a sentarnos a la mesa de Punto y Banca.
Fueron tres horas de ganar mano tras mano. Terminamos a las cinco de la mañana, por decisión de Arturo. Yo hubiera seguido por los siglos de los siglos. El hombre dio sus propinas repartidas al salir, como dos mil dólares. Yo lo imité con las mías, como doscientos. Me fue imposible que Arturo aceptara de vuelta los cien dólares que me había prestado. Mis ganancias cubrían el viaje, el hotel, los regalos para todos y aún me quedaba tanto dinero como para repetir otra vez la fiesta entera. Estaba eufórico.
Tomamos el ascensor. Ellos estaban en el piso once. Cuando se abrió la puerta en el diez era la despedida, ellos se iban al día siguiente.
Le di un beso a ella y estreché muy fuerte la mano de él, que sonreía.
─ Fue un enorme placer compartir la mesa de Punto y Banca con usted, Arturo. Espero encontrarlo otra vez en algún otro casino. Muchas gracias.
La que habló fue Florencia.
─ El que tiene que estar agradecido es mi marido, Juan. Agradecido a usted y a mí.
Yo la miraba sin entender. Ella siguió:
─ Yo le dije a Arturo, si querés ganar procurá tener cerca a ese señor, trae suerte. Parece que no me equivoqué, Juan, usted es la suerte.
Ahora lo miré a él, interrogante. Mi pie estaba en la puerta del ascensor para que no se cerrara y la alarma empezó a sonar.
─ Ella tiene razón, es la primera vez que gano en dieciocho meses.
─ Pero ─tartamudeé─, anoche lo vi ganar.
─ Ayer perdí toda la noche, excepto unos minutos en que tiré siete Bancas ─dijo él─. Fue cuando apareció ese señor que me trae suerte, como dice mi mujer. Muchas gracias, Juan.
Pasé de la sorpresa a la sonrisa mientras la alarma seguía sonando. Saqué el pie. Ella me tiró un beso justo antes de cerrarse la puerta.
Llegué a mi suite y abrí la puerta tratando de hacer todo el ruido posible.
Autor: Hernán Huergo - www.lacultura.com.ar

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