lunes, 7 de enero de 2008

Hagan juego, señores

España - El juego constituye una forma arreligiosa de la religiosidad: aquella de quienes profesan una fe absoluta en la fortuna como encarnación de lo divino. La diosa de la suerte. Su majestad lo casual. El último Zar: el Azar. Señores, hagan juego.
Tengo respecto a la casualidad una consideración cercana al misticismo -aunque espero que nada misticoide-. Todo lo que me ha ocurrido, todo lo que me ocurre, todo lo que ocurre, creo que está manejado por unas manos invisibles que no poseen ningún plan específico, ninguna dirección concreta, ningún propósito evidente o recóndito, salvo el hecho de manejar con sus manos las cosas que ocurren.
Un jugador en el tablero de la vida en donde todos estamos arrojados por la suerte, pero un jugador niño, un ignorante de las reglas del tablero cuyo único dueño es él mismo. Los destinos son, desde este determinismo de la ausencia de determinismo, una curiosa obra de la contingencia, un accidente artístico de suma belleza. La vida, esa carambola, esa caída en la ruleta, ese naipe que está por descubrirse.
Lo que seduce en el juego a los practicantes y a los observadores, a sus adictos y a sus antagonistas, me parece que responde a su condición de metáfora comprimida de la existencia. Quien juega -al juego de vivir, al juego de jugar- se somete a las fuerzas todopoderosas de la suerte, y experimenta en una mano, en una apuesta, en un giro de la ruleta, en una noche, los vaivenes del mundo de los hombres, de lo que hemos hecho los hombres con el mundo. Unos ganan, otros pierden. El dinero cambia de dueños y fomenta la euforia y la desesperación. Nadie gana eternamente; es más, todos acaban por perder si juegan el tiempo necesario. Hay belleza física en las salas, hay clases sociales muy distintas, hay reglas, hay miles de historias personales detrás de cada gesto. Esa ficha en el tapete es el trabajo de medio año. Esa carta de más que se pide al croupier es la rúbrica de un divorcio. Ese tirón en el mando de la tragaperras es la mano que aparta a un desesperado del pretil del puente. Un casino es un mundo en pequeño, y no falta quien considere que nuestro pequeño mundo es un casino.
Blasco manifiesta en este artículo la relativa crueldad que late en el espíritu de todo novelista: la de quien observa a las criaturas humanas con ánimo de lepidopterólogo, para convertirlas después en criaturas de ficción.
Se muestra en estas páginas, como en tantas otras, codicioso de casos, voluptuoso de anécdotas y sucedidos. Blasco Ibáñez es aquí el gran voyeur, el sumo mirón que se pasea entre las mesas, sin participar, para documentarse de la comedia humana. Y lo hace con un sentido del humor ecuménico, con una ironía compasiva dirigida hacia las víctimas del juego y hacia sí mismo, jugador imposible.
Durante una época de mi vida frecuenté a un antiguo jugador. Era uruguayo, y lo conocíamos por el Oriental, que es como suelen llamar los argentinos a sus vecinos de enfrente. Había sido un alto empleado de la Coca-Cola para el mundo hispano y conocía a la perfección el universo de los casinos diminutos, de los casinos de hotel en olvidadas ciudades de América del Norte e Hispanoamérica. Hablaba de pequeñas fortunas súbitas, de grandes ruinas -como todas las ruinas completas- vertiginosas. Hablaba de suicidas y de orgías improvisadas, de palizas en callejones sombríos y de tontos con suerte. De gente que se jugaba el colchón y la mujer, el coche y la ropa. Yo le preguntaba con apetito de escritor secreto, como quien hace acopio de vituallas para el futuro. Recuerdo que una vez se me quedó mirando con una sonrisa conmiserativa y que me dijo, mientras me observaba por encima de sus gafas de concha, que se le habían deslizado hasta la punta de la nariz:
-Créame. Al verdadero jugador sólo le interesa una cosa: perder. Para poder volver a jugar. Se lo dice un jugador verdadero.
Y es que todos los jugadores, en el casino y en la vida, somos ánimas del purgatorio. Hagan juego, Señores.
Por: CARLOS MARZAL - ABC.es

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