lunes, 7 de enero de 2008

De la Costa Azul Las almas del purgatorio

España - De los bancos que forman un círculo en el centro de la plaza de Monte Carlo, dos o tres situados frente a la escalinata del Casino llevan el nombre de «El Purgatorio». Y por deducción, a las personas que los ocupan, como si fuesen de su propiedad, guardándose recíprocamente un lugar en ellos, las llaman las «almas» de dicho «purgatorio».
Fácil resulta adivinar su pasado. Son jugadores que desean entrar en el Casino y no pueden, a pesar de vivir convencidos de que al otro lado de sus puertas les aguarda la Fortuna. Los directores del establecimiento, aleccionados por la experiencia, procuran que no quede en Monte Carlo ningún resto de la diaria batalla entre el hombre y la Suerte. Pocas ciudades de Europa tan limpias como ésta. A ninguna hora del día o de la noche se encuentra un papel, una hoja seca o una colilla de cigarro en sus aceras, pulidas como el piso de un salón. Del mismo modo procuran que no quede ningún herido ni contuso de los combates de la ruleta y el «treinta y cuarenta». Todo el que pierde su dinero puede acudir a la Administración del Casino, madre cariñosa, que le facilitará la cantidad necesaria para el viaje hasta el país de origen.
De este modo la víctima va a contar muy lejos sus desengaños, y si se le ocurre suicidarse, otros se encargan de su entierro.
El socorro que da el Casino para que se retire el descalabrado recibe el nombre de «viático». A veces este «viático» es de miles de francos, según la categoría del jugador o la importancia del trayecto. Yo he visto pagar a un holandés el precio de su pasaje hasta Java; pero había dejado antes en las mesas verdes centenares de miles de francos. También la Administración da algunas pensiones vitalicias a jugadores célebres que frecuentaron la casa treinta o cuarenta años, perdiendo en ella numerosos millones.
Conozco a un gran señor ruso que entra todos los días al Casino y sigue el juego en las mesas importantes con mirada ansiosa; pero no se atreve a apuntar ni con una ficha de las blancas, que son las más modestas.
El Casino le regala una pensión de 1.000 francos mensuales, después de haber dejado en Monte Carlo el producto de sus minas de platino en Siberia y las cosechas de territorios extensos como provincias, poblados por miles de mujiks. Pero esta generosidad va unida para el agraciado con la condición de que no jugará nunca. Si avanza una apuesta sobre un número, los empleados tienen orden de no admitirla.
Muchos jugadores que tomaron el «viático» para volver a su tierra sienten el latigazo de la inspiración antes de partir y arriesgan el importe del viaje en una jugada última, convencidos de que este dinero, por ser del Casino, atraerá a la Suerte. Si lo pierden, quedan como prisioneros en Monte Carlo, y un desesperado más viene a sentarse en los bancos del «purgatorio».
El que tomó el «viático» encuentra cerradas las puertas de la catedral del Rojo y el Negro mientras no devuelve el préstamo recibido. Y estas pobres almas en pena se buscan y sostienen con la fraternidad de la desgracia.
Antes de las diez de la mañana, hora en que empiezan los juegos, ya ocupan los bancos que consideran de su propiedad. Los que se alejan a mediodía para almorzar son reemplazados por otros, que no saben dónde un hambriento puede conseguir un almuerzo. Se ceden cortésmente los asientos verdes, desde los cuales parecen espiar la escalinata del templo prodigioso, y así permanecen formando grupos, unos encogidos, otros de pie, hasta que llega la noche y se desbandan con la ilusión de que el día siguiente será más propicio.
Todos, mientras evocan su pasado o cuentan historias de ganancias maravillosas en el juego, miran con envidia a los felices que suben y bajan los peldaños alfombrados de la escalinata. Sus ojos son admirativos y tristes, como los del ebrio ante la puerta cerrada de una bodega, como los del morfinómano falto de dinero junto al escaparate de una farmacia.
De vez en cuando estos maltratados por la Suerte intentan volver hacia ella con la esperanza de que los acaricie. Rascan todos el fondo de sus bolsillos. Los hombres sacan monedas o billetes íntimos entre migas de pan y briznas de tabaco. Las mujeres extraen de sus bolsos un dinero manchado de polvos de arroz o colorete para los labios. Las «almas del purgatorio» sienten una fe repentina en determinado número, o aceptan como indiscutible la nueva jugada que les propone el más viejo del grupo.
Siempre encuentran algún amigo que no ha tomado el «viático» y puede entrar en las salas públicas. Se le entrega sin miedo el capital de la sociedad, repitiendo, con abundantes detalles, cómo debe arriesgarlo. A nadie se le ocurre sentir desconfianza. Este embajador no puede faltar a la lealtad que se deben los desgraciados. Quedan todos en angustioso silencio. Miran fijamente las puertas del Casino, creyendo ver a cada instante la reaparición del enviado en lo alto de la escalinata. Cuando tarda, la confianza aumenta en el «purgatorio». Indudablemente, el capital común está agrandándose con una ganancia progresiva. Si vuelve a mostrarse a los pocos minutos, todos adivinan su desgracia mucho antes de ver el gesto doloroso con que anuncia desde lejos la quiebra fulminante de la sociedad.
Yo hablo algunas veces con las «almas» que vagan dolorosas por la plaza de Monte Carlo, sin que la Suerte quiera redimirlas. Muchas de ellas son más antiguas que yo en el país. También gozo el honor de que estas «almas» me admiren, como un personaje casi tan interesante como ellas.
Aunque algunos me tachen de inmodesto, declaro que he conseguido cierta celebridad en Monte Carlo. Hasta tengo un apodo con el que me designan los que no saben pronunciar mi apellido español. Soy «el señor que no ha jugado nunca». Una popularidad que no todos pueden conquistar.
Hace cinco años que frecuento Monte Carlo y entro diariamente en su Casino, fuera de los meses que paso viajando. Hubo año que llegué a visitar las salas de juego mañana, tarde y noche, para hacer un estudio directo de la vida de los jugadores, destinado a mi novela «Los enemigos de la mujer»... Y en esos cinco años no jugué nunca, no he sentido la curiosidad de llamar a la Fortuna ni una sola vez, y el público y los empleados han acabado por fijarse en tal abstención, que resulta aquí extraordinaria.
Siempre que entro ahora en el Casino me veo buscado y amenazado por los halagos o las emboscadas que persiguen a toda virginidad. La superstición de los jugadores crece ciegamente en la buena fortuna de los noveles. Muchas señoras, amigas mías, me ofrecen dinero para que lo ponga a mi capricho sobre la mesa verde.
-Aunque sea un luis nada más- dicen con una sonrisa que incita al pecado.
No jugaré nunca. Confieso mi debilidad humana ante muchos vicios y seducciones de la existencia; pero la tentación del juego no me inspira inquietud. Sé bien que no puedo ser jugador; que no lo seré, aunque me lo proponga con toda la fuerza de mi voluntad. He hecho mis pruebas, y puedo afirmarlo, sinmiedo a equivocarme.
En 1896, cuando andaba metido en las aventuras y riesgos de una política de acción, tuve el honor de ser presidiario. Un Consejo de guerra me condenó a varios años de encierro, y aunque los periódicos se interesaron por mi suerte hasta conseguir que me indultasen, no por ello me libré de pasar recluido más de un año. Esto se dice pronto; pero hay que conocer por experiencia lo que son doce meses, uno tras otro, siempre en el mismo edificio, y entre gente poco grata.
La penitenciaría era un antiguo convento de Valencia, que ya no existe. Esta construcción vetusta sólo tenía cabida higiénica para 300 hombres, y éramos a veces mil. Como gran favor, me dejaron en la enfermería, donde todos los meses morían dos o tres tísicos y se preparaban para seguirles media docena más. Si la defunción ocurría al atardecer, quedaba el cadáver en una cama próxima hasta la mañana siguiente. ¡Una existencia de lo más entretenida...! De vez en cuando, para mayor amenidad de mi encierro, llegaban órdenes exteriores recomendando a los empleados que no me dejasen recibir libros, ni me permitieran escribir otra cosa que cartas a mi familia. Los apasionamientos políticos aconsejan casi siempre medidas absurdas.
En uno de estos periodos, los empleados apiadándose de mi aburrimiento, me buscaron una diversión.
-Podía usted entretenerse con el juego. Eso le distraerá tanto como la lectura.
Y ocultamente me fueron proporcionando barajas, un dominó, un tablero de damas y otros instrumentos recreativos que no recuerdo. Hicieron más; me buscaron sin salir de «la casa» un insigne profesor, famoso ladronazo de larga historia, que sólo se había dedicado a robar Bancos y llevaba corrido medio mundo, conociendo todas las timbas de España y naciones adyacentes.
¡Imposible aprender en mejor escuela!. Fue -y pido perdón por la irreverencia- como si me pusieran a estudiar bacteriología con Pasteur o versificación con Victor Hugo. Pero apenas iniciadas sus lecciones, el eminente catedrático debió convencerse de que trataba con un torpe, falto completamente de aptitudes. Todo lo aprendía y lo olvidaba con igual facilidad. Me faltaba la fe en las enseñanzas recibidas... Y media hora después, el maestro, abusando de la bondadosa tolerancia de mis protectores, jugaba a peseta el golpe con los enfermos, mientras yo, de pie y junto a una verja, seguía arrobado el deslizamiento de las nubes y el revoloteo de dos palomas, a través de los hierros que cortaban el azul de un rectángulo de cielo.
Debo confesar que representa para mi una voluptuosidad algo cruel y egoísta - y los placeres resultan a veces más intensos cuando van sazonados con un poquito de esta salsa maligna- el hecho de pasearme por Monte Carlo siendo el único hombre, ¡el único! , que vive en esta ciudad sin haber jugado nunca.
Muchos ilusos de diversas naciones se encargan de costear las comodidades que me rodean. Los jardines de vegetación tropical, los salones lujosos del Casino, el puerto blanco lleno de yates, las orquestas, la ópera subvencionada con varios millones, todo lo pagan los jugadores para que yo lo disfrute. Las mesas verdes no han recibido de mi un solo céntimo.
Pero un día que hice esta declaración de independencia ante un empleado antiguo del Casino, el viejo rió socarronamente:
-Hay quien ha hecho más que usted - dijo-. Usted se limita a no dar nada, mientras que el maestro ruso...
Y me contó la breve historia del maestro de escuela ruso, conocida solamente por los altos funcionarios de Monte Carlo, pues resultaría peligroso el divulgarla. Esto fue antes de la guerra. Un ruso greñudo, barbón y grasiento, con sonrisa inocente y ojos de angelote bizantino, consiguió entrar una sola vez en las salas de juego, y puso una moneda de cinco francos a un número de la ruleta. El duro era escandalosamente falso pero acertó el «pleno», y le dieron treinta y cinco duros más, indiscutiblemente legítimos.
Luego que se hubo comido la ganancia, el maestro pidió audiencia a la Administración del Casino. Él se consideraba un jugador importante, «todos le habían visto jugar», y exigía lo mismo que los otros, un «viático» para volver a su tierra... Y la Administración, que no quiere «ruidos», le pagó el viaje.
Como el empleado continúa sonriendo después de terminar su historia, yo inclino la cabeza humildemente:
-Reconozco mi inferioridad ante el maestro ruso.
Por: VICENTE BLASCO IBÁÑEZ - ABC.es

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