Un gigantesco faraón pintado en la pared recibe a los jugadores del casino Pharaohs, uno de los más selectos y populares, a la vez.
Es un imperio en la actualidad, que abre durante las 24 horas del día.
Allí se jugaron seis millones de dólares el año pasado, según sus propias cifras.
Sin hablarse y sin mezclarse, en esta sala de juego se reúnen desde un ministro, un jefe policial hasta taxistas que amanecen jugando lo que ganaron desde la medianoche.
Las mercaderas del Oriental y las señoras de alta sociedad, damas pensionadas con sus buenas canas en la cabellera, todas y todos sin excepción, son seducidos por el sonido de ametralladora de la lluvia de monedas cuando ganan el premio mayor.
El anhelado “progresivo”.
Todos ansían “un golpe de suerte”, decisivo y demoledor, un golpe que les cambie la vida y, como dice la canción, están dispuestos a irse pa’Miami con su primer millón.
Pero las probabilidades están en contra: se asegura que en los casinos, en general, las máquinas tragamonedas tienen un promedio de “treinta por ciento de retorno”.
Es decir, “la casa” gana el setenta por ciento de todo lo que se jugó y los jugadores tendrán oportunidad de quedarse con el treinta por ciento.
Aunque hay golpes de suerte que le duelen a “la casa”.
Por ejemplo, hace varias semanas un jugador le ganó US$21,000, una cifra récord.
Además, los casinos enganchan a la clientela con rifas de vehículos y descuentos.
Son las cuatro de la tarde de un día de semana, a la altura de la garganta del faraón se abre una puerta de vidrio polarizado y se ingresa al casino luego de un chequeo de seguridad.
La luz se vuelve tenue, las bocinas y los frenazos del tráfico desaparecen, y el olor de la nicotina penetra los pulmones del visitante.
Una nube de humo de cigarrillo, invisible, impregna las ropas, y las luces neón de todos los colores, que van del rosado al amarillo, del rojo al verde, con números electrónicos anunciando los premios grandes, aturden en la primera impresión.
Una joven dealer –repartidora de cartas– espera a los primeros jugadores de la tarde.
Un par de taiwaneses que exigen privacidad para no perder sus contratos en la zona franca, juegan póquer en una de las mesas.
Al fondo se ve el salón Vip, semiprivado, destinado a usuarios selectos.
A lo largo de la sala principal está la barra esperando a quienes deseen tomar un trago, un jugo o una cerveza. Son gratis para quienes apuestan.
Las meseras, vestidas de negro, deambulan de aquí a allá, sirviéndole a los asiduos apostadores, de todas las edades y de todos los colores.
Si se cierran los ojos se escuchan las risas nerviosas de quien obtuvo un golpe de suerte, la lluvia de monedas cayendo en varias máquinas a la vez, el tilín, tilín anhelado.
Los jugadores
Alejandro Arcia tiene 63 años y juega en el Pharaohs desde que lo abrieron en diciembre de 1999.
Le encantan las máquinas de póquer.
Hace pocas semanas ganó un premio de cinco mil dólares en una rifa del casino, de modo que anda extasiado.
Dice que apostando ha llegado a ganar hasta once mil córdobas gracias a una escalera en flor.
No se siente un hombre vicioso, para nada.
Simplemente, piensa, aprovecha su vejez para divertirse sanamente, en un ambiente seguro.
Con su familia no tiene problemas por su pasión por el juego.
“En vez de andar tomando tragos, parrandeando en cantinas, o corriendo peligro, estoy sanamente sentado en una maquinita, jugando”, razona.
Vive de una pensión y trabaja como cajero en un restaurante especializado en ceviches, y aprovecha sus ratos libres para “sacarse el estrés”.
¿Qué siente al jugar?
“Uno se siente presionado en el trabajo, y cuando se sienta frente a la máquina, se quita las preocupaciones”, dice.
Normalmente juega entre cuatro y cinco horas casi todos los días.
Se marcha cuando está cansado.
Otra jugadora asidua en el casino Pharaohs es Patricia Bermúdez, una pequeña mujer de 47 años, rellenita y jovial, quien dejaría de respirar si le prohibieran la entrada en un casino.
Apuesta desde el primer día que abrió el Pharaohs.
Antes de que se popularizaran los casinos, apostaba jugando al póquer en su casa, a veces la “camisa” (la apuesta) era de diez o veinte córdobas, recuerda.
Desde sus abuelos hay tradición por la apuesta.
“Vengo de familia de juego”, explica.
¿Qué tal le ha ido jugando?
Asegura que jugando a diario, en un mes ganó 130,000 córdobas.
Primero “pegó un tiro” (ganó) de 18,000 córdobas, luego uno de 10,000, después 69,000 córdobas y finalmente hizo una escalera real que le valió 20,000 córdobas.
Juega en las máquinas de póquer para distraerse, según dice, porque tiene suerte, y las ganancias las invierte en mejorar la infraestructura de su casa.
Según ella, cuando gana se siente “divino”, le emociona no tanto el dinero, sino “el milagro” que hace Dios a su favor.
¿Será?
Nelson Infante, un joven chileno de 23 años originario de Santiago, también aprovecha algunos ratos libres para jugar en las máquinas tragamonedas, y piensa que los casinos atraen a los turistas como él.
En un casino se relaja, dice, evita el calor de la calle y olvida sus preocupaciones.
“Al que no le gusta, que no venga, así de simple, es opcional, el que quiera lo toma”, piensa. José Daniel Romero Blas, un joven moreno de 21 años que trabaja en un restaurante donde cocinan asados a la parrilla, no pierde oportunidad de jugar.
Apuesta en dos máquinas a la vez mientras se fuma un cigarrillo, sentado de piernas cruzadas.
Le gusta el póquer, y jugándolo ha ganado cinco mil córdobas gracias a un triple de diamante “progresivo”.
Sus padres le han llamado la atención, le han dicho que no visite los casinos, que eso es un vicio, pero él piensa que no es vicioso, que simplemente se divierte.
¿Ha perdido?
Siempre se gana y se pierde, asegura, y admite que hasta dos mil córdobas perdió en una ocasión.
¿Adicción? ¿Entretenimiento?
“Nos estamos divirtiendo las últimas horas que nos quedan”, dice Margarita Cuadra, de 62 años, quien llega a jugar al Pharaohs, con su esposo Fernando Sánchez, de 65 años.
En una ocasión ganaron el primer y segundo lugar en una competencia, pero repartieron el premio entre los primeros lugares, de modo que a cada cual les tocó 3,500 córdobas.
Llegan dos veces a la semana, se toman sus tragos y en ocasiones hasta amanecen jugando.
Margarita está fresca, en short y camiseta, con un manojo de llaves y un monedero colgando de la muñeca de su mano izquierda.
No suelta el vaso lleno de monedas.
Contrario a lo que piensan otros jugadores, según “Miguel”, un jugador que solicita el anonimato, apostar en los casinos es una droga, tan adictiva como cualquiera.
Cuando empezó a jugar ganó un premio de tres mil quinientos córdobas, pero después continuó jugando hasta que llegó a perder tres mil dólares.
“Aquí viene la vende tortilla, el lustrador, el vende lotería, la gente proletaria, y en muchas ocasiones he pensado que deberían controlarse los ingresos de los casinos”, se queja.
“Sé que muchas personas han perdido hasta el último centavo y han quebrado sus negocios”, asegura.
Entonces ¿qué hace él allí sentado frente a la tragamonedas?
“Esto es una adicción, una droga –alega–; aquí la gente viene en búsqueda de adrenalina y de un golpe de suerte. Siempre vuelvo, porque en mí está la sed de venganza”.
Big Brother vigila
Como “Miguel”, la mayoría de los jugadores son tímidos, especialmente los jugadores de mesa.
No les gusta la prensa.
Allí se apuesta plata gruesa.
Hasta quinientos dólares en una jugada.
Sin embargo, cada paso, cada gesto, cada movimiento de manos sobre la mesa o por debajo de la mesa, es debidamente controlado por un circuito cerrado de televisión, que gracias a decenas de cámaras, es capaz de dar seguimiento a una persona desde que ingresa hasta que se marcha.
Igual, sus datos son registrados.
Es como si el Gran Hermano de George Orwell cobrara vida y se saliera de las páginas de “1984”, para observar cada movimiento de los jugadores y de los “coyotes” que visitan la casa.
Los “coyotes” son taxistas, en general, que llegan a jugar con cupones de promociones, consumen y consumen, pero juegan poco y en grupo, lo cual en casinos de Las Vegas es prohibido, según se queja la administración del Pharaohs.
Uno de ellos ganó con la escalera real e hizo perder gran cantidad de dinero a “la casa”.
La idea del circuito cerrado de televisión, alega la administración, es dar seguridad al cliente, proteger sus apuestas y garantizar que no ocurran trampas durante el juego.
El cliente puede reclamar y la jugada es revisada en el circuito cerrado de televisión.
La ruleta sigue rodando, las cartas son servidas y apenas son las cinco de la tarde.
Al salir del casino, la camisa apesta a cigarrillo y una ducha es un sueño feliz.
La ciudad está húmeda y los focos de los automóviles comienzan a encenderse.
En el parqueo siguen llegando las Runner, los BMW y los taxis, llenos de gente con sed de fortuna, y gente con sed de venganza.
Por besos
Debido a la música y al ruido de las máquinas tragamonedas de los casinos, los dealers (repartidores), empleados de seguridad y las meseras, se comunican lanzándose besos entre sí, para poder atender a los jugadores.
Por: Eduardo Marenco Tercero - www-ni.laprensa.com.ni
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