La mano no dejó de ser servida y la ruleta no dejó de rodar. Aunque el último viernes era 13 de junio, a pocos jugadores intimidó esa fecha tan siniestra.
Son las siete y treinta de la noche en el Casino Las Vegas, donde un Buda dorado recibe a los apasionados al juego, quienes desafiando la cábala se decidieron a apostar el viernes 13 de junio.
Las jóvenes repartidoras de carta, “dealers” les llaman en el argot de los casinos, esperan pacientes a quienes estén dispuestos a arriesgar hasta quinientos dólares en una jugada de póquer o Black Jack. Desde las mesas se elevan volutas de humo, las luces de neón iluminan el alfombrado de cartas de naipe, y en el centro de la sala, en una de las mesas, un hombre de gorra negra juega con serenidad. Lleva en uno de sus dedos un anillo de diamantes con esmeralda.
¿Quién se atreve a apostar su dinero un viernes 13?
Doña Julia Rodríguez se arriesga, a sus sesenta años, gordita y pequeña, tanto como el Buda dorado de la entrada, pero está dispuesta a vengar su mala suerte de años. Es dueña de una fábrica de bloques que lleva su nombre y tiene ya varias horas sin ganar. De hecho, varios años.
“Nunca he ganado, sólo he perdido... hasta un millón de pesos... en el Pharaohs y en el Morocco, ¡por Dios y mi madre, si he perdido un millón de pesos es poquito!”, exclama.
Está de short y camisola, acompañada por uno de los obreros de su fábrica de bloques, quien la cuida mientras se bebe una gaseosa detrás de ella.
Doña Julia suele jugar los viernes, los sábados y los domingos, desde la cinco de la tarde, en cuanto cierra su fábrica de bloques. Juega desde 2,500 hasta cuatro mil córdobas por noche. “A una sola máquina le he echado cuatro mil pesos (en una noche) y no me ha dado nada”, se queja, aunque no pierde el sentido del humor. ¿Hasta cuando jugará? “Vamos a ver... hasta que quede en la calle”, dice.
El desquite
Más allá, al fondo de la sala donde están las máquinas tragamonedas engullendo metal que da miedo, juega Leónidas Martínez Guerra, de oficio chofer, un señor panzón de unos cincuenta años, que suele ir a jugar a los casinos junto a su esposa, María Lourdes Moreno Ramos, contadora de 42 años. Apuestan para distraerse, según dicen.
Han ganado y han perdido. Aseguran haber perdido treinta mil córdobas, aunque han ganado unos 23 mil, en un período de dos años. “Nosotros visitábamos el casino Fiesta, pero cambiaron las máquinas que estábamos acostumbrados a jugar, y nos fuimos al Pharaohs, pero mucho se pierde en el Pharaohs y muy rápido”, dice. Un mil córdobas en media hora, afirma don Leónidas. Este viernes tienen una hora de estar jugando en el casino Las Vegas. Se les hacen agua los ojos cuando calculan lo que han perdido en los últimos dos años. “A veces lo fulminan rapidísimo a uno”, dice doña María Lourdes, con voz afligida. “Últimamente hemos perdido, en el Pharaohs, fue fatal”, reitera. Perdieron allí unos quince mil córdobas en las últimas semanas, recuerda.
Tienen tres hijos, de veinte, 16 y cinco años de edad. Van a la escuela y el impacto de la pérdida los ha obligado a intentar recuperar lo perdido, en otro casino, Las Vegas, en este caso. No les preocupa que sea viernes 13. “Ella ya le tocó la cola al gato negro, así no hay mala suerte ni mal agüero”, dice don Leonidas.
A Francisco Ruiz, técnico radioeléctrico, obeso a sus 39 años, quien juega hace cuatro años en los casinos, tampoco le intimida la fecha. “En esto se gana y se pierde”, argumenta.
En el casino Fiesta ganó seis mil, once mil y trece mil córdobas en distintas oportunidades. Ahora está de suerte y gana 180 monedas. Nada mal, para empezar la noche. Pero igualmente, ha perdido hasta mil córdobas en una sola noche. Apostar para él es una diversión y no un vicio. “La suerte está echada”, comenta resignado, mientras las monedas caen en la bandeja de metal y a don Francisco le brillan los ojos con sólo verlas.
Embriaguez y venganza
-El jugador de tragamonedas atraviesa varias etapas:
-Ansioso optimismo: antes de que la primera moneda caiga en la ranura, baja mil santos del Cielo y ruega por dar “un golpe de suerte”.
-Embriaguez: con la primera cerveza, el primer trago, o en sobriedad, cuando las monedas comienzan a caer en la bandeja de plata, la embriaguez del éxito invade al jugador. Entonces quiere más. Y más. Tilín, tilín se oyen caer las monedas. Goza cuando las monedas caen en la palma de sus manos y se resbalan a la bandeja de metal.
-La esclavitud: cuando las monedas no cayeron más y la suerte cambió, el jugador se vuelve esclavo de la máquina tragamonedas, y ésta, su verdugo.
-El furor o la ruina: si la suerte no cambia, los bolsillos quedan vacíos. En cambio, si la diosa de la fortuna está del lado del jugador, el furor lo invade. De cualquier manera, “la casa” nunca pierde.
Humano, demasiado humano
¿Hay un perfil del jugador de casino? Difícil. La pasión por el juego y la ambición de dinero son algo humano, demasiado humano. Allí se encuentran desde el ministro de saco y corbata, la dama de primera clase, el profesional exitoso, hasta el taxista, la mercadera del Oriental y el estudiante universitario ávido de aventuras.
Por: Eduardo Marenco Tercero
Fuente: www-ni.laprensa.com.ni (Nicaragua)
domingo, 18 de noviembre de 2007
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