“Perdí todo lo que tenía (…) salí del casino, y, de repente, descubrí que conservaba todavía un florín en el bolsillo del chaleco. Bien -me dije a mí mismo- al menos tengo para pagarme una cena. Pero después de haber recorrido unos centenares de metros cambié de idea y volví a la mesa de ruleta” (“El jugador”, de Fedor Dostoiewski). En cierta ocasión también jugaba a la ruleta un apuesto inglés con la máscara de la impasibilidad como bandera. Al terminar de retirar el cruel rastrillo su última postura, lo que significaba su ruina, se llevó un pequeño revolver a la cabeza, apretó el gatillo y cayó como un plomo encima de la mesa. Se quitó la vida como jugaba: sin pronunciar palabra alguna.
El jugador es un tema recurrente y preferido por novelistas y guionistas. Un ejemplo lo tenemos en la novela antes mencionada, existiendo otras geniales obras, como la de Blasco Ibáñez “Los enemigos de la mujer”. Hasta qué punto el juego tendrá importancia que el Papa Inocencio III lanzó una encarnizada cruzada contra él, tratándolo como una asoladora epidemia, de la que no se libraron ni los mismísimos ministros del Vaticano.
Parando la máquina del tiempo en los famosos “saloons” con batines y pianola sobre serrín, nos vienen a la memoria las legendarias imágenes de jugadores profesionales famosos que, como dijo un escritor, supieron lavar sus muchas culpas teniendo un final caballeroso, que en el fondo de su ser es lo que les interesaba; esto es, con una sonrisa en los labios y la impresionante frialdad de un rostro impertérrito que acompaña el código de un trágico final. El primer personaje célebre fue Wild Bill Hickock, que se pasó media vida jugando al póker. El 2 de agosto de 1876 se encontraba en una partida en un local de Deadwood cuando un emulador, Jack “Crooked Nose” McCall, penetró en el lugar y, sin mediar palabra alguna, le pegó un tiro por la espalda en la nuca. El único error que Wild Bill cometió en su vida fue sentarse de espaldas a la puerta de entrada. Al caer muerto al suelo, en sus crispados dedos había una jugada: dobles parejas de ases y ochos, que desde entonces se conoce como “la mano del hombre muerto”. Su asesino fue linchado por su cobarde delito.
El siguiente personaje es John H. Holiday, más conocido como Doc Holiday.
Dentista y aristócrata georgiano quedó en la miseria al ganar el Norte la guerra de Secesión. De tétrica figura, su vida se ha llevado a la gran pantalla en multitud de filmes, entre ellos “Duelo de titanes” o “Tombstone”. Una tuberculosis lo retiró de su profesión, haciéndose entonces jugador ventajista en aquellas timbas de los infiernos. Siendo consciente de que le quedaba poco, nunca eludía un desafío, con una frialdad legendaria. Sólo perdió una partida, incluso antes de repartirse los naipes. En 1883 moría en la cama sin haber visto cumplido su deseo de irse de este mundo de un balazo.
Desde los tiempos turbulentos del Lejano Oeste se podría escribir un libro entero de biografías reales de jugadores famosos, como Wyatt Earp (amigo de Doc Holiday), Bat Massterson o Luke Short. También de mujeres jugadoras que se hicieron famosas por su habilidad con la baraja, como Big Nose, Minnie “la Jugadora”, Poker Alice, Ann Chambers, Duth Annie, etc. Fue Madame Moustache la primera que montó una casa de juego propia. Su timba se llamaba “Dumont Palace” y esto sucedió allá por el año de Dios de 1868 en Nevada.
Ya más cerca de nuestros días, hay que destacar a un gran “gambler” de su época, Nik “the Greek” Dandolos. Su mayor destreza consistía en su potente memoria, que usaba eligiendo juegos en los cuales para ganar había que tener en cuenta qué naipes habían salido y cuáles quedaban por hacerlo. En su dilatada vida como jugador se arruinó y recuperó más de 52 veces.
Otro contemporáneo suyo fue John “Million Bet” Gates. Una vez le invitaron a una partida un grupo de jugadores que habían reunido todo su dinero para la ocasión; pero Gates los dejó pasmados al decirles que tirasen una moneda al aire y apostasen a cara o cruz la cantidad que pensaran jugarse. Por esas fechas dio la vuelta al mundo el nombre de un tal Charles Wells, que fue el que hizo saltar la banca del casino de Montecarlo. En su sistema de ruleta se basan miles de jugadores. Pero, lamentablemente para todos, si ganó fue debido a la suerte.
Murió en la miseria, aunque entró en lista de jugadores famosos, dándole al casino notoriedad internacional.
Anécdota de las que hacen historia fue la protagonizada por el rey Faruk de Egipto. En un enfrentamiento con un millonario norteamericano el monarca tenía tres reyes y el yanqui tres damas. En el descarte al americano le dan póker, quedándose Faruk con el trío inicial. Al finalizar los envites éste le pregunta: “¿Qué lleva?”. “Cuatro damas”, contesta el rival. Impasible, el egipcio replica: “Yo, cuatro reyes”. Al voltear las cartas, el millonario salta: “Perdón, sólo veo tres”. Entonces el genial Faruk sentencia: “Cuente bien, uno, dos, tres y yo, cuatro”. Esto sucedió allá por 1955.
Wilson Mizner, aventurero de nacimiento, trotamundos de vocación y jugador profesional en los transatlánticos de lujo. Lo mismo estaba en la riqueza que en la pobreza absoluta. Al estar en esta última tuvo la inverosímil ocurrencia de venderles a muchos actores y actrices de Hollywood terrenos para construir lujosos chalés. Al ir a verlos, pertenecían al mar… La falta de respeto que Wilson sentía hacia una vida saludable le acabó pasando factura. Murió a los 52 años. Su compañera sentimental fue Anita Loos, autora de la novela y guionista de la película “Los caballeros las prefieren rubias”. Ella aguantó hasta los 93.
Si Wilson jugaba en el mar, otros lo hacían en los aires, como el que se abonó al vuelo Paris-Montreal para participar en una fuerte partida que se realizaba durante el trayecto. Dos veces por semana iba y venía. En un alarde de romanticismo declaró a la prensa: “Como mi conciencia esta por encima de todo convencionalismo social, abandono mi profesión de cirujano al no disponer de tiempo para jugar”. Podía hacerlo, era uno de los mejores jugadores del póker del mundo: el Gran Rossini.
En 1974, en la Corredera Baja, cerca de la calle de la Luna, en un bar que se llamaba “El cafetal”, a lado de comisaría, antes de llegar al “As de oros”, conocí a un capellán de ejército, buen jugador, que fue protagonista de una historia de confesionario con una dama de alta alcurnia por entonces muy popular: “Padre, estoy loca por el juego. Pierdo mucho dinero; pero, padre, lo que más pierdo es tiempo, no sabe el tiempo que pierdo sin poder disponer de él”. El capellán respondió: “Soy consciente de ello, pero cuando más tiempo pierde es al barajar”.
Se jactaba que era más aficionada que la reina Victoria de Inglaterra, que llegó a sentir tanto el juego que lo practicaba de forma secreta, aun a riesgo de que su puritanismo saliese perjudicado. Relataba con mucha gracia este chiste popular de que tenía una amiga de toda la vida que no podía ver el juego ni oír hablar de él. Cuando le preguntaron el porqué de tan tajante determinación, espetó: “Porque mi esposo fue profesional, motivo por el que murió pronto”. “¡Caramba!, de qué murió”, inquirió otro. Ella, imperturbable, replicó: “Falleció de cinco ases”.
Fui víctima en mis comienzos de la típica redada, tratándonos como a vulgares chorizos. Me preguntaba si no era más justo que nuestro lugar lo ocupasen los “secretas”. Que en el fondo muchos de ellos eran macarras de chavalitas jóvenes de Costa Fleming, ya que la única diferencia era que tenían la ley a su favor. En el trayecto alguien sentenció: “Si dentro de unos minutos el coche no pasa por baches, saldrás esta noche”. “De todas formas -dijo para tranquilizarme- tu tienes más suerte, yo estaré más tiempo…”. Pero pasamos por ellos. Entramos con las camisas blancas, y a las setenta y dos horas, salimos con ellas negras de la mierda que tenían. Al día siguiente estábamos en el mismo lugar en el que nos cogieron: ¡las probabilidades que de hubiese otra redada estaban a nuestro favor! Un especialista en detectarlas avisaba: “La noche en la que yo no aparezca, huid lo más rápido posible”. Presumía de detectar a los “secretas” a más de cien metros, por la forma que tenían de andar y por las claves que utilizaban para comunicarse.
En una partida clandestina, que era lugar de encuentro de hampones, confidentes, cacos y matones, y conservaba la belleza esquiva de lo canalla, me correspondía el turno de dar. Después de hacer una torpe recogida, donde comienza el “arte”, mezclé las cartas, y al situar la baraja para ser cortada, observé que el individuo que lo iba a hacer tenía cruzados los dedos índice y corazón de la mano derecha. Lo miré, me miró, y en ese crítico momento firmé un pacto de honor con él haciendo el mismo gesto con los dedos. Entre gentes de “mundo” esto significa, sin cruzar palabra alguna, que las ganancias de esa jugada me las repartiría con él, utilizando cualquier cambio de dinero como excusa, una vez concluida la mano. Sin lugar a dudas Miguel “el Ligero” había visto algo; pero como buen profesional prefirió una tajada.
La partida prosiguió. A las dos horas uno cayó fulminado de una lipotimia, y otro pregunta: “Y ahora, ¿qué hacemos? Ángel, el de la mala suerte, contestó: “Quita los seises, y si no se le pasa, avisaremos a urgencias”. Pasado el sobresalto, uno de los puntos convino en ponerle hora límite a la sesión, y, en medio de un mutismo teatral, responde otro: “Hasta que se muera el canario”. El pajarillo no murió, y la partida duró de viernes a domingo. Las últimas horas, en las que se juega más que en todo el resto sumado, fueron agotadoras. Estábamos dispuestos a imitar a el Dandy, al que en su lecho de muerte le preguntaron: “Maestro, ¿cómo se encuentra?”. “Para el póquer, jamás estuve tan a punto”, respondió. Y por las curtidas caras de los allí presentes, sin poderlo evitar, se derramaron por las mejillas unas lagrimas cuando se ausentó en su último viaje sin retorno alguno, tal y como había dicho Jimmy Paluso, jugador de póquer profesional, el que nunca dijo “adiós” en una despedida.
Un amigo mío estaba participando en una partida singular donde se jugaba fuerte, muy fuerte, con pocas posibilidades de salir victorioso. Ahora era inútil decirle, “si no quieres perder, no pierdas el primer resto”, para no estar obligado a ir trotando detrás de tu dinero.
Le envié con cariño un telegrama: “Al realizador de la jugada de póquer más bella jamás soñada por ser humano para que siga mejorando -stop- hasta pronto que nos veremos en el campo del honor -stop- tu rival. Pepe Timbas”. Ganó la partida. Una de las pocas veces que la suerte fue su aliada. En el hospital en juego estaba su vida. Mucho después, inesperadamente, absurdamente, como en los viejos tiempos… perdió. Seguro que estará echándose cartas con el que me inició, mi apreciadísimo amigo de juventud, el gran Luis Frutos, cantante de zarzuela, y con aquel otro que, para que el Más Allá fuese más agradable, solicitó a sus familiares que le depositaran una baraja al alcance de la mano. Y con muchos otros que surgen del olvido.
Fuente: 888
lunes, 30 de junio de 2008
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario