martes, 4 de septiembre de 2007

Adrenalinas del azar

La suerte es esquiva, y eso se sabe. Pero a veces es más esquiva y ciertos aciertos deberían festejarse como un milagro.
El cálculo de posibilidades de acertar al Quini 6 arroja un resultado apabullante: 0,0000001227738. Sin embargo el país está lleno de gente que gana el Quini o la Lotería y nadie –nadie– cayó fulminado ante la evidencia de que los milagros suceden.
Nuncia Barrientos vive en Mataderos. Hay un cierto día de la semana, siempre el mismo, en que Nuncia se llega hasta la agencia y juega al Quini o a la Lotería o a lo que haya. Hace unos años esa peregrinación le hizo ganar mil quinientos pesos.
–Soñé dos semanas seguidas con números. Iba, jugaba, ganaba. Con eso compramos la heladera y arreglamos el techo. Después se cortó. Vaya a saber. Ahora mismo estoy soñando con números, pero como hay tantos sorteos, a ver si le juego a la tarde y sale a la noche.
Dice, como quien se queja de la ineficiencia del transporte público.
Gabriel Jure, psiquiatra y psicoanalista, es miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina.
–Freud y K. Abraham descubrieron que el manejo del dinero en la adultez –a través de lo comercial o de lo lúdico– es un sustituto simbólico de la relación que un infante tuvo con las heces, entre sus 18 meses y los tres años, cuando atraviesa el aprendizaje del control sobre el esfinter anal y las defecaciones. Se puede pensar en los juegos de azar como una forma equivalente de placer masturbatorio anal, con el placer relacionado con el uso manual del dinero, análogo a la materia fecal.
Nuncia no juega ni por placer ni por compulsión, ni siquiera necesita que alguien le explique por qué coquetea con el azar una vez por semana desde hace diez años. Marido albañil, modista de toda la vida, juega para ver si hace la diferencia, si sale de pobre. Si le arranca a la buena suerte lo que no pudo arrancarle a la mala vida.
El dinero hace la diferencia, siempre.
Coquetear con el riesgo de perderlo es un ejercicio que calienta. Sin dinero de por medio –sin el riesgo de perderlo–, la diversión se desintegraría como el lujo de Cenicienta a medianoche. Los juegos de apuestas no son entretenidos ni difíciles. Quizás el atractivo sea simple: jugar a perder o ganar y apostar algo que duele, el símbolo del éxito por estos tiempos occidentales y cristianos. Pero jugar puede ser, también, algo divino. En su libro Juegos inocentes, juegos terribles, la doctora en filosofía Graciela Scheines escribió: “Todos los juegos de apostar son ritos que abren un espacio sagrado con la esperanza de que la divinidad se manifieste. En ninguna ocasión quienes acertaron al Prode se vanaglorian de ser expertos en fútbol. Tampoco los que ganan la Lotería emplean el cálculo de probabilidades. Los ganadores no atribuyen sus aciertos a conocimientos o experiencia. Hablan de suerte. El que gana se convierte en favorito de la diosa Fortuna. Se lo valora como recompensa divina. Tiene mérito. Ganar equivale al abrazo místico con la divinidad. El encuentro es esporádico y no aplaca la inquietud, entonces el apostador repite su rito. Pero los juegos de apostar son ritos imperfectos, intentos semifallidos por religarse a esa otra realidad. Los jugadores compulsivos son más juguetes que jugadores. No juegan. Son jugados. El que juega es el azar. Los juegos con el azar grafican la trágica condición humana de juguetes en un juego divino que escapa al entendimiento humano”. En Homo Ludens, Johan Huizinga escribe: “En esta capacidad del juego de hacer perder la cabeza radica su esencia. Ganar quiere decir mostrarse en el desenlace de un juego superior a otro. La mera codicia no es la que juega. La tensión determina la importancia del juego y, cuando crece, hace que el jugador olvide que está jugando”.
El señor H. no se llama H., pero está intentando rehacer su vida y pide que su nombre quede oculto.
–Tuve una carrera de jugador compulsivo de treinta años. Al principio uno se engancha con la ganancia; después viene una etapa que dura para siempre, que es la pérdida. Esto es una enfermedad emocional, progresiva, que se llama ludopatía y que no tiene cura. Se puede lograr la abstinencia, pero vamos a estar siempre en recuperación.
Antes, H. tenía un nombre completo, mujer, hijos, casas. Ahora tiene un maletín, un celular y esa hache que es lo que queda –publicable– de su nombre. Hoy cumple sesenta. Hace dos años, diez meses y un día que no juega y que va todos los días a las reuniones de tres horas de Jugadores Anónimos. Entre otras cosas, y porque no puede permitirse el lujo de ponerse a prueba, evita mirar películas que versen sobre el juego, pasar cerca de bingos, casinos, tener contacto con otros jugadores.
–Salgo con el dinero justo, no me permito tentarme. En la sala de juego uno sabe que se está autodestruyendo, pero es el único lugar donde se siente cómodo, omnipotente. Mi vida era así: jugaba nueve horas por día y después conseguía más dinero para jugar al día siguiente. Entre nuestros hermanos –nos llamamos hermanos en la enfermedad– ha habido gente que ha tenido ganancias importantísimas. Yo mismo. Y las he jugado la misma noche. Esa derrota no te pesa nada. El dinero al final no tiene valor.
H. vive con su madre. Perdió mujer, hijos, autos, departamentos. No quiere saber por qué le pasó. Por qué jugaba.
–Fui estudiante exitoso, trabajador exitoso. Si le ganaba a todo, por qué no le iba a ganar al juego. Pero no le busco explicación. Lo único que pido son fuerzas para continuar con la abstinencia. Porque al final a todos los jugadores compulsivos nos espera la cárcel, la locura o la muerte. También hay jugadores sociales, pero todos los jugadores compulsivos empezaron siendo jugadores sociales.
Hay, en esa aclaración, la convicción irritante de que todos tienen una compulsión al acecho. Antonio Escohotado, autor de Retrato de un libertino, un libro editado el año pasado por Espasa, escribe en el capítulo “Ludopatías”: “El jugador compulsivo exhibe una actitud sacrílega ante el papel moneda: aparentando amar el lucro, su conducta prueba que lo desprecia hasta extremos próximos al terrorismo. Podrá alegarse que, además de vicio, el juego compulsivo no deja de ser una enfermedad. Pero quien lo pretenda olvida que la raíz de esta diferencia es siempre la decisión de la persona. Puedo padecer artritis o insuficiencia cardíaca sin haber traicionado mi idea de lo justo, sin olvidar el cuidado de los míos y sin despreciarme. Pero no puedo ser un reincidente jugador compulsivo sin ello. Soy tan poco responsable de lo uno como responsable de lo otro, y quien sugiera que me declare enfermo propone que renuncie a mi naturaleza de ser humano, dotado de autonomía y discernimiento”.
H. contestaba así a la pregunta sobre si alguna vez había sentido alguna culpa. Algún remordimiento:
–No. Tengo responsabilidades, que es distinto, pero no tengo remordimientos. Porque ¿qué culpa tengo yo si me agarro un sarampión a los sesenta años? Ninguna.
A Gustavo Moreno, treinta y dos años, entrenador de básquet, las ofertas de los clubes no lo conformaron este año, entonces decidió que bien podía hacer otra cosa y ahora es uno de los socios del restaurante El Gran Lebowsky. Cambió una vida diurna y nervios de campeonato casi siempre por una vida nocturna y nervios de campeonato una vez por semana.
–No puedo vivir sin desafíos. Si no tengo presión, me la genero. Antes la vivía con el básquet. Ahora, con esto.
Empezó a ir al hipódromo este año, tras los pasos de la adrenalina perdida. Siempre los lunes y siempre Palermo. Nunca San Isidro ni La Plata; nunca un sábado, ni un martes.
–El lunes es mi día libre y lo del hipódromo tiene que ver con llenar de placeres el día. Trato de que mis trabajos me gusten, de pasarlo bien. No tengo miedo de engancharme mal. Un día uno de los viejos que van, que son divinos, me dijo: “No vengas, pibe, yo dejé mi vida acá”. Pero para mí es esa sensación de jugar a ganar o perder que tenía en los campeonatos. Voy por la adrenalina, por el juego, no por la plata. Juego muy poca guita, son trece carreras y si pierdo en todas pierdo treinta mangos. La derrota no me hace sentir mal, me hace poner muy ansioso con la revancha. Empezás a entender de caballos y te sentís partícipe de tu apuesta. Si ganás decís “Ah, pero yo de esto entiendo”. Para mí es así: cuando uno es chiquito juega a ser grande. Y cuando uno es grande juega a ser chico. Siento el mismo ganar o perder que cuando estaba con un amiguito jugando en el patio de casa a la pelota. Juego a ser chico. Me saco del mundo, apago el celular, lo vivo con una fantasía que me hace creer que soy un entendido de los caballos. Me meto en ese mundo y juego y por ahí lo puedo asociar con cuando era chico y jugaba a ser soldado y andaba a los tiros. Me mimetizo, me meto en ese mundo. Quizás esto de ir al hipódromo es... una cara más de un personaje que tiene varias caras.
El hipódromo es la opción elegante.
Sus tribunas, su césped tan verde, su sector tan very important, sus luces de impresión hacia la noche. En la popular el biotipo es así: todos hombres que atacan los cincuenta de costado, una sola mujer –joven, con su novio–, mucha caspa, camperitas azules demasiado cortas, zapatos descosidos. Si uno viniera aquí en un mal día –un día nublado, digamos, un día en el que el riesgo país afecte especialmente el ánimo– no sería difícil encontrar el paisaje humano algo deprimente, demasiado parecido al que circula por los pasillos de un neuropsiquiátrico.
–¿A qué le jugaste?
–Al ocho, ganó la vez pasada en La Plata. ¿Le jugaste?
–No, yo no les juego a caballos que vienen de ganar.
Las cábalas y las fórmulas atraviesan el ruido ambiente. Todos conocen el modo exacto de ganar pero, claro, lo de la suerte es inmanejable y nunca les sucede a ellos. Un segundo antes de que los caballos atraviesen el disco todos se amontonan junto a la pista a gritar: “Bombero”, “Méndez viejo y peludo” o “Núñez, aprendé a correr”.
Entre carrera y carrera hay un entretiempo de media hora. Los que ganaron van a cobrar con gloria; los que perdieron se lamen las heridas, buscan a qué echarle la culpa. Walter está en un banco. Es canoso, gordote, debe haber dejado atrás los sesenta hace rato y narra su prontuario sin entusiasmo, sin despegar los ojos de la pista.
–Yo gané una casa el 27 de julio de 1974. Jugué al caballo que dio doce pesos, ganó, le jugué en la siguiente al dieciséis y pagó setenta y dos, y después le jugué de nuevo y la triple pagó ocho millones setecientos noventa con cuarenta. Y con eso compré la casa que tengo todavía. Debuté acá un 27 de julio de 1971, o sea que hace treinta años que vengo.
El moflete derecho le tiembla un poco. Los ojos escudriñan esas carnes briosas sobre las que cabalgan sus esperanzas.
–Esto a mí no me domina. Vengo día de por medio. Anteayer le aposté en la segunda carrera al que pagó sesenta y cinco y gané, entonces tengo para jugar hoy. Nunca aposté más de lo que tenía, pero hay gente que viene a pedir un pesito para viajar. Un día le presté a uno para que apostara, y ganó y me vino a cargar porque yo no había ganado. Le dije “Mirame a los ojos”, y le hice la cruz. Porque con mi propia plata me vino a cargar.
Hay gente mala.
Al rato, en la tercera carrera, Walter derrama su grito de júbilo, un vamos todavía tímido y eufórico. Su caballo ha ganado. La Fortuna le lame las orejas y él, con sus setenta, se deja lamer, viejo y exquisito. El vicio sigue siendo problema de otros.
Un hombre sentado en la parte techada de la tribuna, donde la carrera puede seguirse por televisión, dice que no conoce a ninguno que se haya hecho millonario acá.
–Esto es un vicio. Mi hermano no juega ni a la bolita y tiene dos casas. Trabajamos en el mismo negocio y yo no tengo nada. El me lo echa en cara. Si uno es jugador, la familia lo trata como a un hijo de puta.
Para la idea de prosperidad de la clase media argentina –basada en los ladrillos, el esfuerzo y el sudor– jugarse el buen pasar a cara o ceca debe ser una afrenta difícil de tolerar. Una insolencia que merece castigo.
Dicen que Dostoievski (Fiodor) escribió su novela El jugador para pagar, justamente, deudas generadas por su compulsión al juego. El jugador de su ficción dice así: “Fui a la ruleta. Cómo palpitaba mi corazón. No, no era el dinero lo que buscaba. Quería solamente que todas esas bellas damas de Baden, todos se pusiesen a hablar de mí, a contar mi historia y a inclinarse ante mi suerte. Con qué emoción, con qué ansiedad escucho la voz del croupier. Al acercarme a la sala de juego, cuando oigo sonar las monedas, me siento casi desfallecer”. A Gonzalo le gustaba ir cada tanto al casino pero ahora que abrieron uno en Buenos Aires, abandonó. Es empresario, tiene treinta y pico, está casado, dos hijos, casa bonita en Capital, par de autos. Hizo dos viajes a Las Vegas en los que espió la orgía más escandalosa de dinero que haya visto jamás.
–Yo gané tres mil quinientos pesos y me sentía don Corleone, pero esos tipos jugaban cincuenta lucas en una mano. Cuando veo gente que apuesta fuerte y pierde me da una angustia bárbara. Pero es como una borrachera, en el casino te cegás. Por ahí gastaste la misma guita que si hubieras ido a un bar y al cine, pero es distinto, porque estar en el casino no te gusta. Te gusta si ganás. Incluso salir hecho es frustrante, porque sentís que perdiste tiempo sin hacer un carajo. No sólo vas por la plata. Vas para ganar, a todo el mundo le gusta ganar. Embocarle, acertar, predecir el futuro. Decís va a salir el treinta y seis, y sale. En general, aunque se quiera caretear, uno está como tenso porque lo que quiere es ganar. Por ese afán de querer ganarle a la suerte, es como que está hecho a propósito el casino, te está atrayendo como si fuese el diablo. El juego para un chico es diversión, imaginación, y esto es... si vos jugaras a la ruleta sin apostar no existe. Te aburrís.
Dice Gonzalo, y prende un cigarrillo.
–Lo divertido es el riesgo de perder.
Hace años, un domador del circo Royal –uno de esos circos familiares y argentinos– contaba su teoría al respecto. Decía estar seguro de que el público, en el circo, espera secretamente que suceda la catástrofe: que el tigre devore al domador, que el trapecista se mate.
–Casi nunca pasa –decía– pero la gente sabe que puede pasar.
Cuán entretenido es este circo, entonces, en el que el león se come al domador noche tras noche. Cada minuto. Cada tiro de bola.
Por Leila Guerriero

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