USA - Las Vegas - Una vez más, y no será la última, Las Vegas se reinventa para seguir siendo la “capital del pecado”. En esta ocasión se reviste de lujo y estilo. A esta legendaria ciudad ya no se viene sólo a jugar sino también a disfrutar de algunas de las tiendas, restaurantes y espectáculos más grandes, exclusivos y extravagantes del mundo.
Los cambios en Las Vegas se suceden de una manera tan vertiginosa como los trucos de magia de Siegfried and Roy o los cambios de vestuario de Cher.
Un simple toque de dinamita y, cuando desaparece el humo, el legendario Sands se ha transformado en una réplica a escala de Venecia, Gran Canal y Campanile incluidos. De nada sirvió que Frank Sinatra y compañía formaran el Rat Pack en el hotel que fuera su segundo hogar en los años 60. En la tramoya de este espectáculo que es Las Vegas, palabras como tradición y valor histórico no son de uso común. Si algo ya no funciona, se dinamita, y a otra cosa.
La última transformación de Las Vegas es mucho más que un cambio de decorado. Por primera vez desde que se convirtiera en "la ciudad del pecado", el juego ya no supone la principal fuente de ingresos: desde hace unos años, las ganancias procedentes de hoteles, restaurantes, tiendas, convenciones y espectáculos lo superan ampliamente. La era de los casinos temáticos y el kitsch ha terminado, y sobre las ruinas de algunos de ellos se construyen edificios de diseño (el complejo City Center, por ejemplo) firmados por arquitectos, como Norman Foster, que hace años no querían ni oír mencionar su nombre junto al de Las Vegas. La nueva vía pasa por democratizar el lujo, sí, pero con elegancia. En el Strip, la avenida de más de seis kilómetros a la que se asoma todo hotel-casino que se precie, apenas quedan construcciones anteriores a 1995. Clásicos como el Caesars Palace aguantan la caída del imperio temático. Otros, como el piramidal Luxor, miran avergonzados a la esfinge de la entrada mientras se afanan en cambiar los carteles que anunciaban "El festín del Faraón" para colocar unos nuevos que dicen, simplemente, "Buffet".
Sigue siendo posible, sin embargo, darse una vuelta por medio mundo, desde la Torre Eiffel del París-Las Vegas hasta los rascacielos del New York-New York, pasando por la fantasía tropical del Mandalay Bay. El volcán en erupción del Mirage, el espectáculo de mil fuentes sobre el ficticio lago Como del Bellagio o el canto de las sirenas del Treasure Island (ahora TI por aquello de la "destematización") compiten por atraer a los viandantes al laberíntico interior de sus establecimientos.
La esencia de Las Vegas se vive dentro de sus grandes casinos. Hay algo extrañamente atractivo en este microcosmos enmoquetado en el que es difícil saber qué hora es, pero que no nos deja nunca olvidarnos de dónde estamos. Quizá sea la variedad de personajes que pasean entre las hileras de tragaperras: parejas de jubilados con ganas de iniciar de una vez la buena vida, recién casados que prueban su suerte, asiáticos de punta en blanco jugando al pai gow poker y ejecutivos resacosos buscando la sala donde se celebra la convención americana de repuestos del automóvil. Uno no puede dejar de sentirse un poco James Bond cuando juega una ficha de 25 dólares en la mesa de Blackjack mientras la camarera de minúsculo uniforme le trae un Martini con su aceituna y todo. Hay muchos sitios en el mundo donde se puede apostar, pero sólo en uno puede vivirse el sueño de ser otro, aunque a veces sea de cartón piedra.
La leyenda de Las Vegas se forjó en el Downtown, cuando el Strip no era más que un tramo polvoriento de la Ruta 91 y la ciudad sobrevivía como estación de tercera en el ferrocarril de Utah. El Gordo cayó en 1931 con la legalización del juego en Nevada al tiempo que se iniciaba la construcción, a 48 kilómetros de la ciudad, de la presa Hoover. Realizada en plena Gran Depresión, era, con 227 metros de alto, la mayor estructura de hormigón de la época, capaz de dominar las hasta entonces salvajes aguas del río Colorado y llevar agua y electricidad al desierto.
Más de 21.000 obreros trabajaron, y 112 de ellos murieron, en unas condiciones durísimas y extremadamente peligrosas. La que fuera un área de descanso en el camino mormón se apresuró a satisfacer las necesidades más apremiantes de los trabajadores en los días de paga: alcohol, mujeres y juego.
Fremont Street es el más directo testimonio de aquella época que fundía el salvaje oeste con la lucha de clases. La que fuera, con sus neones, postal de Las Vegas por excelencia se ha quedado a años luz de los masivos complejos del Strip y en la actualidad intenta recuperar su antiguo esplendor con la Fremont Street Experience, un espectáculo diario de luz y sonido.
Fueron Bugsy Siegel y toda una generación de gángsters, atraídos por un negocio turbio y lucrativo, pero que además era legal, los que iniciaron el desarrollo del Strip, situado en su mayor parte en Clark County, fuera de los límites de la ciudad. Todo lo demás, desde Dean Martin al Cirque du Soleil, es historia. Hoy en día, los dueños del tinglado, respaldados por potentes corporaciones que cotizan en Wall Street, son respetables hombres de negocios. Eso sí, sus tejemanejes y rivalidades por el control de la ciudad del pecado darían para una segunda parte del Casino de Scorsese. Uno de ellos, Steve Wynn, coleccionista de arte y activo vividor que definió Las Vegas como "lo que haría Dios, si tuviera dinero", es el principal artífice de la revolución elegante que vive la ciudad de Las Vegas. Abrió una galería de arte en el Bellagio capaz de competir con muchos museos, apostó por espectáculos de vanguardia para sus nuevos casinos y llevó la alta cocina a una ciudad acostumbrada a la filosofía del "all you can eat" (todo lo que puedas comer).
Las Vegas ha incorporado algunos de los mejores restaurantes del mundo, como el de Joël Robuchon, el chef que cuenta con más estrellas Michelin en la actualidad, o los seis locales que el cocinero favorito de Hollywood, Wolfgang Puck, posee en la ciudad. En el italianizante Bellagio, el madrileño chef Julián Serrano dirige un restaurante francés cuyo nombre, Picasso, aunque manido, está aquí plenamente justificado: los comensales cenan rodeados de obras originales del artista malagueño.
El apartado de compras tampoco se queda a la zaga. Prácticamente todas las marcas de prestigio mundial, desde Manolo Blahnik a Maserati, cuentan con algún establecimiento estratégicamente situado en el Strip; en algunos casos, en exclusiva para Estados Unidos, y, en muchos otros, con una representación sólo compartida con Nueva York y Los Ángeles.
En estos momentos, una palabra maldita, Macao, ronda la cabeza de los grandes magnates del juego. La ciudad del pecado a la china supera ya a su maestra en ingresos derivados del juego. Y, por si fuera poco, la crisis financiera ha suspendido o aplazado para tiempos mejores algunos de los proyectos más ambiciosos de Las Vegas.
Y, sin embargo, este año el Strip verá la inauguración del complejo de hoteles, viviendas de lujo y casinos City Center y de los hoteles M Resort y Fontainebleau. Todos ellos con las consiguientes piscinas con forma de cañón del Colorado, spas en plan terma romana o casinos acuáticos para mantener la excentricidad rayana en lo absurdo marca de la casa. No hay que olvidar que la ciudad nació mientras Estados Unidos se empeñaba en despertar de la peor de sus pesadillas económicas. Y es que, cuando las cartas van mal dadas en la vida real, ¿por qué no intentar cambiar la racha a la luz de los neones? Al fin y al cabo, lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas.
La ciudad de los récords
La filosofía americana de "cuanto más grande, mejor" se aplica en Las Vegas con un rigor casi fundamentalista. Estos son algunos de los récords de una ciudad propensa a la exageración. Con 19 de los 25 hoteles más grandes del mundo, no es de extrañar que Las Vegas sea la ciudad con más plazas hoteleras del planeta. El campeón en esta categoría es el conjunto Megacenter, formado por los contiguos Palazzo y Venetian, que suman 7.128 habitaciones. Algunas de las habitaciones más grandes se encuentran en el último piso del Caesars Palace, con 2.400 metros cuadrados que incluyen piscina privada cubierta, sala de golf virtual, ascensor exclusivo y habitaciones para el servicio. No se moleste en preguntar el precio. Este tipo de suites, que se encuentran en casi todos los grandes casinos, sólo están disponibles, "gratuitamente", para aquellos famosos o no famosos que pongan a disposición de la propiedad un mínimo de 50.000 dólares para jugar en el casino. Hablando de jugar, el área de Las Vegas cuenta con casi 200.000 máquinas tragaperras (aproximadamente una por cada diez habitantes). La más cara de todas está en una de las salas privadas del hotel Wynn. Tirar de la palanca cuesta 10.000 dólares por partida en un establecimiento hotelero que, con un coste de 2.700 millones de dólares, es el más caro de la ciudad.
Fuente: revistaviajar
miércoles, 6 de mayo de 2009
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