miércoles, 6 de junio de 2007

Pinceladas míticas

(Cuadro: Niños jugando a los dados, de Bartolomé Esteban Murillo)

El Universo le debe su destino a un par de dados. En los tiempos en que el tiempo y el espacio eran cosas recién estrenadas, y el mundo era una sucesión de aburrimientos, los míticos Zeus, Poseidón y Hades decidieron jugar a algo. No había mucho por qué decidirse, ni motivación que satisficiera su voraz codicia, así que echaron mano de las pocas cosas que tenían al alcance de la mano: los mares, el mundo subterráneo, los cielos y unos dados. La partida se saldó con una de las primeras y más cuantiosas reparticiones de que se tenga noticia: Zeus ganó los cielos, Poseidón ganó los océanos y Hades, el mundo subterráneo.
Con estos antecedentes, no sería de extrañar que todo en la historia fuera susceptible de ser perdido o ganado en el juego. Hay apuestas de cosas intangibles: dicen que en una partida de tablas (precursoras del backgammon), Mercurio le ganó una séptima parte de luz a Selene, la diosa de la Luna. Y hay apuestas de objetos baratos que confirman que no siempre el oro o el dinero son la motivación: las vestiduras del humilde Jesucristo de seguro no tendrían acogida ni siquiera en una tienda de segunda mano, pero aquello no privó a los soldados de Poncio Pilato del placer de jugárselas en un juego de dados.
El Mahabharata, la epopeya sánscrita del legendario Vyasa, que compiló mitos y leyendas de la India, relata la historia de Panduyudictira, uno de los más antiguos ejemplos de ludopatía. Las asociaciones de jugadores anónimos no existían ni en la imaginación. Mucha falta le hizo una. Panduyudictira no se hastió del juego cuando vio perdidos todos sus bienes y su familia, echados a la suerte de los dados. Un día, pobre y desesperado, el irrefrenable jugador decidió jugarse él mismo. Y perdió.
Los egipcios, según recuerda el filósofo griego Platón, consideraban al juego un invento de Zeud, un demonio distinguido. Con tantas fortunas echadas a perder en nombre de este placer, parece justo darles la razón: el juego no puede ser otra cosa que el fruto de un demonio... aunque distinguido.
Fuente: www.elpais.es

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