El autor ruso fue un ludópata enfermizo que se jugaba en las mesas de juego toda la plata que caía en sus manos. Durante toda su vida, Fedor estuvo endeudado y, muchas veces, hambriento, pero no por ser comprador compulsivo -como su colega, Balzac-, sino por su devoción a la diosa de la fortuna.
El rusito, sin embargo, no estaba sólo en su adicción. Varios escritores han dejado patente su gusto por los juegos de azar. Ernest Hemingway nos narra, en “Paris era una fiesta”, las veces que fue al hipódromo para hacerse de algunos dólares; por otro lado, el infalible Bukowski, en el período en que era un prángana sin futuro, acostumbraba a nivelar su presupuesto en las carreras.
Afortunado en el juego... desafortunado en el amor, dicta uno de los dichos de nuestra cultura. Efectivamente, el “hombre” es, aparte de macho y parrandero, jugador. La ludopatía se asocia con el valor y con el desapego a los bienes materiales. El jugador es, calladamente, admirado. La apuesta puede ser desde el fajo de dólares hasta la misma vida, y mientras más alta sea, más valiente será el apostador. El ludópata es, por regla, un pagano lleno de supersticiones, y tiende a caminar en los linderos de la sociedad: el juego es tan adictivo como la cocaína, y no pocas veces el junkie de las mesas acude al delito para mantener su vicio. La apuesta es, también, la adicción de los desesperados: aquellos que no tienen esperanza son clientes frecuentes de los casinos, pues esperan que la sonrisa de la suerte los favorezca por una vez.
El juego, además siempre ha estado asociado al crimen organizado. Los mafiosos de los años treinta en los Estados Unidos tenían sus uñas bien clavadas en los casinos y en las loterías de barrio; las mafias de narcóticos actuales saben que no hay mejor manera de lavar dólares que a través de las mesas de Black Jack. Juego y crimen son como las nubes y la lluvia, ya sea en Montecarlo como en Las Vegas.
Hay una escena clavada en el inconsciente colectivo americano: Bugsy Siegel, mafioso amigo y socio de Lucky Luciano, deteniéndose en el desierto de Nevada e ideando construir un hotel casino en la arena. Así fue como, se dice, nació Las Vegas. Es más probable que los sindicatos del crimen, hayan aprovechado el hecho de que Franklin Roosvelt hubiera derogado la prohibición a los juegos de azar, para construir su City particular. Anteriormente, en la década de los veintes, cuando estaba vigente la ley de la prohibición (que abarcaba tanto el alcohol como los juegos de azar) los güeros que querían gastar unos pocos dólares en la ruleta tenían que conducir hasta la frontera e internarse en Ciudad Juárez o en Tijuana. Sí, cómo lo escuchan. Nuestras queridas Sodoma y Gomorra siempre han sido el backyard de los Estados Unidos.
Otro factor histórico hizo que Las Vegas se convirtiera en la urbe que actualmente es: fue la revolución cubana. Cuando Castro llega al poder en 1959, deroga el juego en la isla y los mafiosos tuvieron que buscarse otra terra franca en la cual seguir haciendo negocio. Antes que el barbudo los corriera, Cuba la bella era el lugar preferido de los ludópatas norteamericanos. A falta de la Habana, Nevada.
En México, las leyes prohíben el juego de azar, pero las leyes en México valen lo mismo que nada. Desde siempre hubo apuestas en los palenques (territorios libres por definición), en donde los rancheros iban a tirar sus centavos en las peleas de gallos, las cartas o las loterías. Fue a partir de los noventa cuando el juego comienza a hacerse presente de manera formal: primero fueron los locales llamados Caliente, propiedad de un mafioso de la política llamado Jorge Hank Rohn. Luego, durante el sexenio de Fox, los lugares de Bingo y apuestas en general se extendieron como hongos. La cereza en el pastel ocurrió en 2006, cuando un esperanzado Santiago Creel libera los permisos necesarios para que el consorcio Televisa tuviera sus casinos. El juego en México, si bien nunca se fue, ahora viste de frac y se pasea con desparpajo en las calles.
Yak, Caliente, Win Go, y algunos más. Ahora los acaudalados de la posmoderna sociedad pueden ir a jugarse los millones sin salir del país y compartir mesa de juego con el desempleado que busca el golpe de suerte que lo saque de la pobreza. Legal, tal vez, pero también obsceno. Molesta que las señoras ricachonas puedan ir a perder el dinero en un país con sesenta millones de pobres, simplemente por que pone en evidencia la terrible desigualdad económica de nuestra sociedad: mientras muchos no tienen que comer, unos pocos tienen tanto que se lo pueden jugar.
Sintomático, sin duda.
Nota de: Omar Delgado – México 2007
Fuente: http://yoatecutli.blogspot.com
No hay comentarios.:
Publicar un comentario