10 de Abril de 1965, muere en Niza la mujer a quien D'Annunzio envió unos versos, el Zar Nicolás sus joyas, el pintor Renoir un retrato, Cornelius Vanderbilt le ofreció un yate y De Dion le regaló el último modelo de su automóvil. Sólo un puñado de palomas notarán su falta.Carolina Otero, habita encerrada en su apartamento en Niza y ya ha cumplido los noventa años. La inquilina del segundo piso es una anciana de pelo blanco, de ojos negros profundos y gitanos pero inmensamente tristes. Sus facciones son nobles y correctas. Su andar cansado lento y difícil. La anciana del segundo piso tiene las manos extremadamente delgadas tan finas que se trasparenta los huesos. Su mirada está detenida entre el desprecio y las lágrimas. Enredada siempre entre el reuma que la dobla y el orgullo que la mantiene viva y erguida.
Hace más de cincuenta años, la inquilina del segundo, la Bella Otero, la mujer que tenía los coches más elegantes que corrían por Los Campos Eliseos.
La inquilina del segundo piso es Doña Carolina Otero, la que regresaba de un paseo por el Bois de Boulogne. dueña de los caballos más hermosos de París, la bailarina española a quien los pintores de moda Baldini y Flameng, le decoraron los magníficos salones de su mansión, en la época que sus puertas se abrían en los días que daba fiestas y sus quince criados recibían a los invitados en la escalera.
La Bella Otero, desde que empezó a envejecer nadie consiguió fotografiarla, París Match le ofreció dinero, Jour de France, le suplico de rodillas, Tempo… pero nadie consiguió fotografiarla.
La Bella Otero, a la que el poeta D'Annunzio le mandó unos versos antes de ir a visitarla, por la que Eduardo VII viajaba de Londres a París con bastante asiduidad para hacerle visitas, por la que el Zar Nicolás de Rusia llegaba a la Estación del Este de incógnito con una joya de la corona para cada encuentro, la mujer de la que el Káiser Guillermo II presumía delante de todos los que lo rodeaban de su amistad.
Esa mujer que conquistó París, el París triste de las modistillas y las señoras burguesas.
Paseó delante de la joyería Cartier, en la Rue de la Paix, para mirar un collar de diamantes, que costaba quinientos millones de francos, expuesto en un escaparate de la joyería y diseñado en exclusividad para una española llamada Carolina Otero, que bailaba en los salones y sentaba a su mesa a lo mejor de la sociedad mundial.
Una mañana, una muchacha de Pontevedra llegaba a París. Había trabajado anteriormente como sirvienta en Santiago de Compostela. Su belleza era fascinante. Aprendió a bailar en un tiempo en que las bailarinas estaban de moda cuándo el siglo terminaba.
Un mediodía de mil novecientos catorce, La Bella Otero ofreció una comida a todas sus amistades. Mandó invitaciones a todas partes de Europa, todos le contestaron y su secretaria leía las cartas de aceptación.
-¡Señora! también vendrá el Zar de todas las Rusias...
Y unos días más tarde, una española, Carolina Otero, reunía en torno a ella a tres reyes, un emperador y al zar de todas las Rusias, en el café de la Paix.
Todo ocurría en la época en el que sir Frederick Ihouston visitaba el casino de Montecarlo, de moda en aquellos momentos. Sir Frederik acudía todas las noches, una noche cuando se acercó a una de las mesas de juego, se le desprendió un botón de la chaqueta y cayó al suelo, el crupier, que le conocía, le dijo:
-No es necesario que se moleste, sir Frederick, en recoger el Luís.
-¿Dónde lo coloco?... preguntó el crupier.
-Al rojo, siempre al rojo, contestó el sir.
Y, aquella noche sir Frederick, por un botón que se le cayó al suelo y que el crupier creyó que era un Luís, gano un millón de francos.
Eran los años pacíficos llenos de lujo y brillos que precedieron a la guerra mundial, una española que había sido sirvienta en Santiago de Compostela y bailarina en París jugaba también a la ruleta todas las noches en el casino de Montecarlo.
Ella, era un producto de "la belle époque" asidua visitante del casino y de sobra conocida en todas las mesas.
-Mi resto, al treinta y cinco...
Carolina Otero jugaba fuerte, todos los jugadores se agolpaban alrededor de la mesa de La Bella Otero, se quedaban helados cuando ella hacía sus apuestas. Les parecía increíble que una mujer se jugase un millón de francos en una noche.
De 1900 a 1914, Carolina Otero se jugó y perdió la alucinante cantidad de treinta millones de francos oro.
Hasta que todo acabó, Carolina había hipotecado sus joyas, sus propiedades, necesitaba continuamente del dinero para jugarlo en el casino.
Diez años después de su ruina, Andre de Fourquieres, un viejo amigo de Carolina de su época bella, fue al casino de Montecarlo, entró al despacho de el director y le dijo...
-Una antigua clienta se muere de hambre, necesita que la ayuden, no tiene ningún ingreso, se trata de Carolina Otero. Su amigo Andre se marchó con un portazo y las manos vacías.
Llegue a Niza, para conseguir una entrevista y algunas fotos, una misión imposible, cinco años antes un compañero, periodista italiano y enviado especial, llegó a ponerse de rodillas ante La Bella Otero suplicándole que se dejase fotografiar.
-¡Nunca! fue la respuesta, contundente, sepa usted que nadie me vera así.
He alquilado una habitación en el hotel Saint-Louis para sorprenderla en su intimidad y ahora
desde la ventana me sobrecoge su propia miseria. Todas las tardes a las cinco en punto, las contraventanas se cierran. Las palomas de acurrucan en los tejados próximos a la pensión y la vida termina para la mujer que tuvo el mundo a sus pies.
Estoy recopilando información para mi periódico y cada vez me entristece más su historia.
El otro día me contaron que, una vez fue invitada a asistir a la subasta de sus últimas joyas.
-¡No puede ser! -dijo- ; tiene que haber un error...
-¡Un brazalete de brillantes!... y por sus ojos tristes, profundos y gitanos, pasaba un recuerdo, una tristeza...
-¡Unos pendientes de perlas!...
Una mujer anciana, enfundada en un abrigo gris y raído, con un sombrerito de fieltro en su cabeza, dejaba como hacen las palomas, volar su pensamiento.
A fuerza de sobornos, la portera del número 26 de la Rue D'Angleterre, accede a una entrevista, acudo a la portería y me recibe, me da la mano para saludarme y la tiene mojada... Y su lengua es larga como la de las porteras de los edificios parisinos, sobre todo cuando me habla de la inquilina de la habitación número 11, la del segundo piso.
- Me dice:
Parece una gran señora, pero no se nota, paga difícilmente...
La inquilina del segundo piso es una anciana de pelo blanco, de ojos profundamente negros, gitanos y tristes.
La portera del número 26 de la Rue D'Anglaterre escupe al hablar:
- Cuando sale a la calle por las tardes parece una emperatriz, pero no haga usted mucho caso, hace tres años le tuvieron que cortar el gas y la calefacción...
Por mis contactos con la portera conseguí conocer a su amiga Rosa, quién me informo que va a visitarla y a darle compañía, tres veces por semana. La principal misión de Rosa es realmente evitar las visitas.
-No quiere ver a nadie, me dice, comprenda que a Carolina le hubiera gustado morirse hace muchos años y no lo consiguió.
La invito a desayunar en un café cercano y empieza a contarme algunas cosas.
-Hace cinco años, todas las tardes iba dentro de su abrigo gris, al promenade des Anglais y se sentaba en un banco frente
al hotel Negresco. Nadie sabe lo que pensaría, pero en ese mismo hotel, La Bella Otero había tenido alquilada la habitación "de los príncipes".
No puedo hacer nada más por usted, me dijo Rosa, es cuestión de suerte pero si monta guardia la vera salir por las mañanas al balcón...
Los que la ven salir de vez en cuando del número 26 de la Rue D'Angleterre dicen que es una anciana poco simpática, que no quiere conversación con nadie. Una mujer mayor a la que le molesta todo lo que le rodea.
Consigo entrevistar a la dueña de una panadería donde ella compra el pan. Me cuenta que cuando se hizo la película sobre su vida, por entonces La Bella Otero le dijo a María Félix (actriz mejicana y protagonista de la misma):
-No podía imaginar nunca que hubiera una mujer tan bonita capaz de representar mi vida.
La panadera me cuenta, que hace un año apenas sale de su casa. Sólo la panadera de la Rue de Belgrique sabe que existe. Sólo la portera del 26 de la Rue D'Angleterre sabe que en el piso segundo y la habitación número once vive una vieja de noventa años y que hace setenta era una artista famosa.
La mujer que dominó la "belle époque" no tiene amigos.
Sólo las palomas vuelan hasta su ventana para recibir de sus manos un poco de pan mojado en agua.
-La mayoría de las veces, sigue contándome la panadera, compra el pan duro. Me dice que es para los pájaros, pero yo se bien que también es para ella... hace dos años, continua, iba todos los días a la Rue George Clemenceau a comer a un restaurante, el Saint-Michel, lugar de viejos artistas.
Pero me dijo que la miraban mal, como si fuera un bicho raro y dejo de ir.
A fuerza de hacer guardia en la entrada de la casa de Carolina casi consigo colarme en su apartamento...
Carolina, tiene la voz apagada y dolorosa de una persona que sólo usa la voz para quejarse. Cuando llegué a la puerta de su habitación y llamé, salió a entreabrirla una anciana de pelo blanco y con gafas, desde el primer momento la voz de La Bella Otero se dejó oír:
- Fermez..., fermez..., fermez...
Sólo las palomas que todas las mañanas se posan en las aceras de la calle Inglaterra, saben que en el piso segundo, en la habitación once, hay una mujer mayor vestida con una bata azul, que todos los días que puede, sale al balcón a darles migas de pan mojado en agua.
Carolina Otero, muere en una habitación prestada y humilde en Niza.
Toda una época se nos escapa de las manos, La Bella Otero duerme en la imaginación de los que la vivieron.
Agustina Carolina Otero Iglesias, descansa en paz y para siempre.
Valga, 4 de noviembre de 1868 - Niza, 10 de abril de 1965
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