viernes, 15 de agosto de 2008

El peor negocio de la historia y la caja de dientes voladora de mi abuelo

Colombia - Cuando mi abuelo Héctor llegó con el renqueante caballo blanco y su sonrisa “pepsodent” más ingenua, mi abuela Ernestina ya presagiaba el desastre. La vida no sería igual.
Dicen los que saben de negocios chimbos, que el peor negocio de la historia fue la venta de Panamá a los gringos por uno de los tantos presidentes “visionarios y competentes” que hemos tenido (José Manuel Marroquín) creo que nos dieron 20 millones de dólares de la época y una docena de cortaúñas con la bandera de barras y estrellas, y les exagero. Pero no es ese, hay o hubo un negocio aún peor.
Mi abuelo Héctor nació en Trujillo Valle, hace unos 75 años. Cuando él era adolescente tuvo que salir huyendo de forma dramática y no volvió jamás a ver a su familia. Corrían tiempos violentos en nuestro convulso paraíso (para variar) con “pájaros cóndores y chulavitas", con “sangre negras” y matones fanáticos políticos de por medio, enfrascados en la más espantosa y fratricida carnicería partidista, que por lo que vemos aún no es que haya evolucionado mucho, sólo han cambiado los nombres y los protagonistas. Su familia era liberal y tuvo que desintegrase y abandonar la zona por simple acto de supervivencia.
Héctor: campesino oriundo del viejo caldas, sempiterno carriel terciado al hombro, poncho ídem, sonrisa fácil y jovial, voz suave y muy grave, con impecable caballerosidad y unos modales y prudencia realmente envidiables. Sombrero, bigote y físico calcado al primer Juan Valdés que existió. Fue a parar con sus pobres y jóvenes huesos a las montañas del Cauca limítrofes con el Huila, cerca de la zona del páramo de Puracé.
Trabajó con las cuadrillas de arrieros aserradores que por aquella época colonizaban casi medio pais de la zona andina, que aún permanecía virgen: anduvo por el cauca, el Huila, el Tolima, Caquetá e incluso hasta Nariño fue sin abandonar la montaña y exhibiendo una fuerza física realmente colosal. Su complexión era gruesa, y su afición por las putas el trago y las riñas de gallos finos que eran las únicas diversiones que se podían permitir cada domingo, también era bastante hiperbólica.
Era un buen hombre, de los de antes, casi analfabeto pero con un sentido común, y del honor fuera de este mundo. Su palabra era sagrada, y cumplir una promesa era un acto de vida o muerte. Era tan bueno, pero al mismo tiempo tan ingenuo que fue capaz de irse a vivir con mi abuela Ernestina una mujer ya casi cuarentona con 5 hijos adolescentes y una suerte más bien nefasta con sus tres primeros maridos: entre el muerto, el que la abandonó y el hijueputa mal tratador que ella tuvo que abandonar, el panorama era bastante sombrío para mi abuela sola, en un pueblo miserable del Huila, y a mediados de la década del sesenta del siglo pasado.
Hasta que llegó él de la nada, solitario y perfecto con su sombrero y carriel, cual Jhon Wayne de película clásica de vaqueros, pero sin pistola, más bien machete al cinto y sierra terciada al hombro…. y se le apareció a mí sufrida abuela Ernestina, que ya con ese nombre tenía suficiente karma, casi como un milagro redentor.
Mi abuelo Héctor que, como no podía ser de otra manera tras enamorarse de la belleza aún latente de mi abuela a pesar de sus desgracias, y aún suficiente para deslumbrarlo muy por encima de las meretrices con que solia intimar, le prometió hacerse cargo de ella y de su prole. Y así lo hizo en contra de los consejos bastante sensatos del resto de sus amigos aserradores y arrieros. Mi abuelo era estéril (si es irónico pero lo era) al no haber conocido más abuelos en mi vida, es el único que tengo, lo adopté, y me importa muy poco que no lleve su sangre, pero si su presencia que quedó tatuada en mi infancia, y me sobrevive en el tiempo.
Y en caso de que sus espermatozoides si hubiesen cuajado, seguro tendría al menos media docena de tíos y tías producto de su amor montañero, que volverían aún más insoportables las reuniones familiares de fin de año, el ponernos de acuerdo para pagar los funerales, la repartición de herencias etc. y demás minucias que logran sacar lo peor de cada casa. Por suerte para mi familia pero por desgracia para él no pudo concebir jamás hijos, aunque se hizo cargo de todos los de mi abuela de manera estoica, cariñosa y muy correcta, hasta el punto de ganarse el afecto sincero de sus hijastras e hijastro, incluso de los nietos calaveras como yo.
Mi abuelo lo que tenia de honorable y de bueno, lo tenia de güevon (casi creo que estas escasas cualidades hoy en dia por desgracia son sinónimo de güevon) Era malísimo para los negocios, los hacia con el corazón, era incapaz de negarle un préstamo de dinero a alguien que estuviera en la ruina, sin garantías, aunque él mismo al prestarlo se quedara sin nada. Y cuando le pagaban sus jornales tenia la celebrada costumbre (al menos para sus amigos, no tanto para mi abuela) de invitar trago y cerveza a todo el mundo en la tienda del pueblo.
También le gustaban las riñas de gallos finos al igual que a mi señor padre, y por extensión a mi, aunque con el tiempo y la distancia se esfumó mi curiosidad gallística: con la diferencia de que mi papá había sido tahúr y apostador en todos los juegos de azar, desde los 14 años, se conocía todos los entresijos de las apuestas y conocía los mejores animales con lo cual rara vez perdía.
En cambio mi abuelo le apostaba siempre al gallo que fuera de un amigo suyo (aunque fuera un chulo inmundo sin pico y sin clase) le apostaba al más feito por que le daba pesar, o al más débil por la misma razón. Mi abuelo llegaba borracho y pelado a casa y mi abuela que solo lograba salvar lo del mercado quincenal, que eso si para qué, pero el viejo lo cumplía a rajatabla, se quería morir de ira. Por la “irresponsabilidad” del hombre que la había salvado y en parte había terminado de criar sus hijos….
Una vez en unos desafíos departamentales de gallos en Garzón Huila, mi abuelo después de haber perdido una importante cantidad de dinero, se quedó dormido en una silla, y al roncar muy fuerte salió despedida su caja de dientes con incrustaciones de oro, y fue aparar directo al aserrín del suelo: entre un bosque de piernas, colillas de cigarrillo y uno que otro escupitajo de gallero pueblerino borracho…. Yo tendría unos 13 años, me había ido bien esa noche, había ganado algo de dinero, y estaba tomando cerveza con mi papá y sus amigos al mejor estilo "machito" provincial de "educación" salvaje. Entonces mi padre con su humor más bien cáustico, me obligó a que se la recogiera del suelo, la echara en un paquete de piel roja, y esperara por lo menos dos días para entregársela, "para que ese viejo güevon cogiera escarmiento"
Mi abuelo no cogió escarmiento, más bien por razones obvias, por la resaca y por la cantaleta colosal de mi abuela, duró dos días sin sonreír. Y cuando se la entregué haciéndome el sorprendido por encontrarla, estuvo a punto de besarme con lengua de la felicidad.
Compraba pollos de colores en el mercado que luego se le desteñían en casa, le hicieron el “paquete chileno” le dieron una vez burundanga para robarlo, invertía en suculentas cadenas que lo dejaban con un palmo en las narices... Y cuando pequeño recuerdo que aunque no había ninguna necesidad de ir a traer leña al monte, ya que el patio de su casa era inmenso y estaba repleto de árboles y madera hasta para regalar, me obligaba a ir con él y mis dos primas mayores hasta 5 kilómetros río magdalena arriba a traer cargados troncos al hombro, que a mis ocho o nueve años eran verdaderas torturas para mi insignificante cuerpo. Me decía que sólo así, aprendería a ser un varón de verdad, y que en esta vida el que no estaba acostumbrado a sufrir y pasar necesidades de niño, lo pasaba peor de adulto. Y que eso no era nada para lo que el había tenido que cargar y sufrir. Que cualquier ruido extraño en el bosque o en casa siempre tenía una explicación lógica, que los espantos no existían. Es curioso, pero hoy se lo agradezco. Pocas cosas me dan miedo, y tengo un aguante físico realmente insólito.
Luego, y esto era lo más vergonzoso para mi, me obligaba a ir a vender pan casa por casa del que él y mi abuela hacían en un enorme horno de barro. Y el motivo de mi vergüenza es que yo solo pasaba las vacaciones de fin de año con ellos, ya que vivía en “La Plata” otro pueblo miserable del Huila que apesar de todo también amo, y creía que era un niño rico, al menos en esa época, abundaba de todo en casa, no tenia que trabajar y menos salir a vender cosas por la calle.
Sé que yo era bastante estúpido con mi pudor, pero a esa edad las apariencias importan mucho. Y lo peor de todo es que el pan les quedaba horrible, los dos eran tan tercos y de una intransigencia tan temeraria, que ni mi abuela se creía, ni ceñía a la receta original, y entonces a escondidas aumentaba las dosis de sal o levadura. Y por su cuenta a su vez mi abuelo hacia lo mismo, con lo cual lograban el increíble efecto de que el pan de yuca, de achira o de cuajada supiera exactamente a lo mismo recién hecho, y a alpargata tiesa con queso minutos después de enfriarse.
Pero el negocio de su vida lo hizo mi abuelo cuando yo andaría por los 10 años. Él tenía un lote esquinero en el pueblo de unos cuarenta metros de fondo por 20 de ancho, era precioso, no estaba construido, pero al lado pasaba la carretera principal y además tenia árboles de mango guayaba, guanábana y un par de bejucos de maracuyá. Un día vino un tipo con un caballo blanco, que de lejos parecía de ensueño, casi un Pegaso sin alas, y se lo ofreció a mi abuelo contándole una historia de un supuesto origen árabe- español del rocinante en cuestión, realmente truculenta. El caballo ya no era joven era evidente para cualquier experto, o simplemente para alguien más observador, malicioso y menos entusiasta que mi abuelo. Él extasiado, a escondidas, y a sabiendas que si le contaba a mi abuela su maravillosa idea de comprar ese "precioso semental de raza" que seguro a punta de saltos previo pago de su valioso esperma, lo iba a sacar de sus eternos jornales de aserrador en las montañas…ella más terrenal y desconfiada con los caballos voladores seguro le iba a abortar el plan.
Decidió por su cuenta y riesgo cambiar un caballo blanco viejo (los cascos maquillados con betún, y pintura blanca en parte del lomo y las patas traseras, con extensiones en la crin y en un estado de apatía y parásitos realmente conmovedor…) decidió cambiarlo mano a mano por el lote. Y así fue.
Eso sucedió en 1982, y poco antes de morir mi abuela Ernestina de un fulminante cáncer de pulmón en Bogotá en el año 1996, Días antes de abandonar este precioso mundo, mi vieja Ernestina, cuando aún le quedaba fuerzas le decía…-si ve, viejo bruto si no hubiese cambiado el lote por aquél mocho garrapatoso y viejo, otro gallo nos cantaría. Nunca lo superó mi abuela. Su frustración le hizo metástasis
Mi abuelo sobrevive, enfermo, cansado, pero aún de pie. Después de quedarse viudo intentó reencontrar a su familia “verdadera” sus hermanos, conocer sus sobrinos y los que sobrevivieron de la barbarie de la época de la violencia (que eufemismo tan comodín en nuestro país, sirve para cualquier época) después de casi 40 años, fue a muchos sitios se vio con mucha gente pero él ya era un extraño, ahora su “nacionalidad” era opita, era de tierra caliente, no se adaptó al frío de las montañas y menos al de Bogotá, le hacian falta sus gallos finos y el recuerdo de la vieja.
Volvió al Huila, y en la enorme casa que compartió con su vieja se entretiene cuidando nietos y bisnietos que no llevan su sangre, cuidando camadas enteras de pollos finos, yendo a apostar cada ocho días a la gallera, y aún apuesta con el corazón: al pollo más feo, al más raro o simplemente al que juegan sus amigos así sea el más malo de toda la región. No ha vuelto a perder su caja de dientes, y su sonrisa es probablemente la más amable, pura y sincera que haya conocido en toda mí vida.
Fuente: eltiempo - oscartruma

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