lunes, 14 de enero de 2008

Una noche en el casino

Argentina - El escritor argentino Martín Kohan, reciente ganador del Premio Herralde de novela por su obra Ciencias morales, se incorpora el staff de cronistas de PERFIL. Para su bautismo de fuego eligió Trillenium, el Casino del Tigre. Una experiencia inaudita, si se tiene en cuenta que era la primera vez que ingresaba a un antro de ese tipo. En su crónica mira con ojos atentos y expectantes una práctica que desconocía hasta entonces. Y las cosas que ve (y oye) lo llevan a hacer consideraciones certeras en lo que atañe al homo ludens.
Martín Kohan pasea por primera vez por las salas atestadas de un casino, el Trillenium del Tigre, en este caso. Sus impresiones tienen cierto corte antropológico: detecta tendencias, motivaciones, comportamientos insólitos. Insólitos para él, naturalmente. Describe la disposición de los “entretenimientos”, y observa que el casino repite cierta “lógica de shopping”, con su espacio dedicado al consumo, su espacio dedicado al juego: astucias para que el casino deje de ser casino, y que hermana al edificio con los catamaranes que surcan el Río de la Plata con destino a Montevideo.
Leo el cartel más que tranquilo. No soy jugador, nunca he jugado, y si voy a hacerlo esta noche es tan sólo porque recibí una indicación expresa al respecto. No fracaso en el control del impulso al juego, y puede que tampoco en el control de cualquier otro impulso, no engaño a mi familia, no tengo deudas de juego ni tampoco de otra especie. Pero debo admitir que siempre busco revancha cuando pierdo, y admito además que, acaso por la fuerte influencia que el bilardismo ha tenido sobre mí, solía contabilizar ese rasgo como virtud y no como defecto. Me parecía bien: no darse por vencido, no bajar los brazos, buscar otra oportunidad, seguir insistiendo. Me encuentro ahora sin embargo con este otro enfoque, que pone a la búsqueda de revancha en la línea de la pérdida de control, el engaño familiar, el endeudamiento. Asocio de pronto revancha con obcecación, con enceguecimiento, con el fracaso y no ya con la resistencia al fracaso. El revanchismo está mal visto socialmente, pero la revancha, no. Y mucho menos en el juego: “El fútbol siempre da revancha” es el salmo infaltable en la Biblia de los domingos a la tarde. “¡Con revancha!” es la frase de impacto en la propaganda del Quini 6. De pronto aquí, en el casino, en el ámbito por excelencia donde el juego es la ley, un cartel en la pared esgrime no obstante la perspectiva contraria. La búsqueda de revancha es a su criterio el comienzo del fin. Después de eso vienen el fracaso, el descontrol, el engaño familiar, las deudas. Perder y resignarse es la fórmula de la salvación.
No es de todas formas lo que parece estar pasando alrededor, acaso porque no hay nadie que se haya detenido en la lectura del cartel y mucho menos en una reflexión sobre sus dichos. El credo iluminista, esta fe consumada en la potencia educativa de la palabra escrita, choca con la escasa disposición de los concurrentes a verse reformados en esta situación tan peculiar: de parado nomás, un viernes a la noche, bajo las luces convocantes del Casino del Tigre. No les parece el momento de aprender a ser buenos perdedores, porque no quieren ni pensar ahora en la posibilidad de perder.
De hecho ninguno lee, todos juegan. Juegan o cenan o siguen con los pies el ritmo del presunto samba. Se distribuyen por tandas ecuánimes en los diversos sectores del casino. Estos sectores son por lo menos tres: el sector del juego (donde están las máquinas tragamonedas, la ruleta electrónica, la carrera de caballos con muñequitos en miniatura), el sector del consumo (los restaurantes, el shop, los cafés) y el sector de la diversión (el reducto oscurecido donde se ofrecen shows). El dinero se emplea en cada uno de una manera propia y específica: en las apuestas se lo juega, en las comidas se lo gasta, en la diversión se lo conserva (porque los espectáculos son gratuitos). Jugarlo y gastarlo, que eran para mí una sola y misma cosa, se diferencian perfectamente en esta circunstancia. Habrá incluso quien lo gaste más, para no jugarlo tanto, y habrá también quien no quiera gastarlo nada, para poder jugarlo todo. Son criterios.
En los intersticios de estos sectores del casino, existe otra forma de estar y de dirimir el tema del dinero. No es la de apostar y jugarlo, tampoco es la de consumir y gastarlo. Es la de trabajar y producirlo. Se enrolan en esta tónica los empleados del casino, las mozas que sirven en los bares, las señoras que pasan con la palita de la limpieza. Y también, ahora que lo pienso, me enrolo yo mismo, que no he acudido a Trillenium sino por trabajo (aunque también me indicaron que jugara: no tengo que olvidarlo, no puedo olvidarme de jugar).
De pronto distingo un auto en medio del casino. Es un Volkswagen y lleva este convite por epígrafe: “Ganá este auto”. Un poco más allá, se encarama un Ford: “Gane este auto” (al ganador del Volkswagen lo tutean, pero no tutean al ganador del Ford: imaginan al primero más joven que al segundo, más canchero y más informal). Los autos están en lo alto, como en un altar, y en su alrededor se disponen, como en los ritos de adoración, las máquinas tragamonedas. Aquí se modifica radicalmente la lógica del intercambio; ya no se trata de monedas por monedas, de la lógica del más de lo mismo (aunque uno ponga una única moneda y la máquina, si le place, si le da por la bulimia y siente que tragó de más, vomite de pronto cien). Aquí se verifica un salto cualitativo, si así lo quiere la suerte: uno pone una moneda, y a cambio se lleva un auto. Subidos a una especie de tarima, con las máquinas de apuestas situadas en orden a su vera y a sus pies, quedan el Ford y el Volkswagen perfectamente al alcance de la mano (quien pegue un salto hasta podría tocarles una rueda por el costado) y al mismo tiempo un tanto inalcanzables, no tan listos como parece para arrancarlos y salir. ¿No es esa, en definitiva, la quintaesencia del juego y su premio: hacer de ese premio una cosa a la que es fácil acceder, y a la vez que fácil demasiado difícil, y algunas veces poco menos que imposible en apariencia?
Empero hay alguien que gana. Hay uno que leyó la invitación: “Ganá este auto”; lo tomó como una orden, antes que como un convite, y entonces fue y se lo ganó. Lo sabemos porque en un borde hay un papelito que aclara, estropeando por lo demás el efecto de la deixis, que el que gane no ganará exactamente este auto, sin otro muy parecido, porque éste ya se lo ganó otra persona. Dando una vuelta, el cuadro se reitera, aunque de manera algo distinta: no es un auto lo que se da a ganar, sino una moto. En una de las máquinas correspondientes, se empeña un apostador: su poco pelo se acomoda atado en una cola, y siendo poco es largo y hace melena.
Lleva una campera negra, aunque sin mangas, y un par de botas a pesar del estío. No hay dudas sobre la escena: es un motoquero apostando. Tiene todo de motoquero, tiene todo lo que hay que tener, con excepción de una cosa: la moto. Ni más ni menos. El motoquero no juega, como los otros, tan sólo para ganar; juega para completarse, juega para alcanzar su ser. El motoquero sin moto apuesta por sí mismo en cada moneda que suelta, de canto y por la ranura.
Subo un piso más: llego al tercero. En el tercero encuentro otra cosa; encuentro el casino en sentido estricto, el casino de veras, el casino cabal. Encuentro las mesas de ruleta, las bolillas, los croupiers, encuentro las mesas de punto y banca, los mazos de naipes, encuentro el black jack.
La atmósfera cambia en este tercer nivel, que en algún sentido es en verdad el primero. Por empezar, aquí la gente habla, conversa, se ríe incluso, departe. Es un clima más cordial, más humano si se me permite, sin dejar de ser básicamente tenso. Es verdad que es un paisaje donde cunde el tic nervioso, pero también el gesto amable, la leve sonrisa, la bromita de ocasión. La gente interactúa y se permite cierta sociabilidad de salones. Es en cierto modo el clima de un club (un club de sociedad, no de deportes). Aquí no se encuentra ya el silencio, ni la gravedad un tanto zombi, ni el fervor más bien autista de los dos niveles de abajo. Aquí hay voces humanas, personas con nombre, miradas que se intercambian. El croupier cumple en este sentido una función completamente decisiva; nadie como un croupier para combinar la rigidez y el mando con la afabilidad.
Por lo demás, ¿a qué sector pertenecen? ¿Al del juego o al del trabajo? A los dos al mismo tiempo. Porque trabajan, pero también juegan. Y cuando juegan, dado que juegan, ¿para quién juegan? Representan por principio al casino, aquí llamado “la banca”. Pero los jugadores tratan de sentirlos también como sus aliados, y por lo tanto como doble agentes; por eso les dan propina cuando las cosas van bien. Por momentos quedan entonces todos de un mismo lado, el croupier y sus apostadores, ¿pero jugando contra quién? ¿Contra la banca? ¿Contra Trillenium? ¿Contra el tesoro de la Provincia? ¿Contra el azar? ¿Contra Dios?
En esta parte del casino reconozco lo que leí en Dostoievski. La fiebre del juego, el riesgo y su zozobra, bordear la perdición, salvarse o sucumbir. Aquí se juega más fuerte, y pasando una puerta de vidrio hacia la “Sala Especial”, se juega más fuerte todavía. Entiendo ahora, en este universo Dostoievski, que antes estuve recorriendo un universo Arlt. No esta drástica determinación del todo o nada, sino otra cosa, otra ambición: el batacazo. Pegarla de una vez, con una chirola de un mango. Así venían siendo las cosas en el piso uno y en el piso dos. En tanto que aquí, en el tercer nivel, y en la “Sala Especial” del tercer nivel sobre todo, donde se bebe champagne Barón B, donde las fichas que equivalen a sueldos enteros se deslizan como enmantecadas por los paños y las manos, habita el corazón en las tinieblas del casino: su meollo más auténtico, el lugar profundo de su profunda verdad. El juego como un destino.
Salgo a la calle, la noche no ha cambiado. El mismo micro de antes nos lleva de vuelta hacia el estacionamiento. Hay como un cansancio en las caras y en las posturas. Miro por la ventanilla: veo una fila formada en el lugar donde paran los remises. Por un momento me parece reconocer, en un lugar cualquiera de esa fila, el perfil del motoquero. Espero haberme equivocado con este parecer (yo de lejos veo mal). Los coches, ya en el estacionamiento, esperando a sus dueños con la docilidad de las mascotas, dejan ver calladamente cómo pueden estar ellos jugando. El Dodge 1500, por ejemplo, ¿a cuál de los jugadores remite? ¿Qué apuesta estará intentando ahora? ¿Y que estará haciendo allá adentro el dueño del 406?
Es tarde y la Panamericana se abre como un futuro. Manejo con felicidad, me siento satisfecho. Aunque también, y con insistencia, me asedia y me remuerde una cierta inquietud. Es la vaga sensación de haberme olvidado de algo. No sé de qué.
Por: Martin Kohan - perfil

No hay comentarios.: